5.29.2006

Rito

“Nescivi! No supe ya nada”. Así dice la esposa de los Cantares, después de haber sido introducida en la cámara del misterioso vino; y tal me parece debe ser el estribillo de una «alabanza de gloria» en este primer día de retiro en que el Divino Maestro la hace bajar hasta el fondo del abismo sin fondo, para enseñarla a desempeñar el oficio que le ha de caber durante la eternidad, y en el cual debe ya ejercitarse en el tiempo, que es la eternidad comenzada, pero siempre adelantando. Nescivi. Ya no sé nada más; nada más quiero saber sino “conocer a Jesús, tener parte en sus sufrimientos y llevar el sello de la conformidad con su muerte”.

Quiere Nuestro Señor que yo me encamine a mi pasión con majestad de Reina.


Isabel de la Trinidad

El tiempo como la eternidad comenzada. Y el oficio humano como ir siempre adelantando en la eternidad. Para poder escribir lo que realmente deseamos y necesitamos escribir, tenemos que ser santos. Es la santidad la que nos devuelve la Palabra, el lenguaje. Por fuera de ella lo único que se puede hacer es garrapatear símbolos sin sentido. Todos los lenguajes humanos no pueden aspirar a nada distinto que ser manifestación de Dios, epifanía, alabanza de su gloria. Sólo puede ser Palabra aquello que es un paso de vuelta al silencio esencial que está en contacto y revela la Unidad de la cual brota todo.

En un mundo en que millones de seres humanos son obligados a vivir una agonía injusta, colgados en cruces que les repugnan y que quisieran evitar a toda costa, Dios le pide a una joven que se encamine a su pasión con majestad de Reina. Irónica manera de decirnos que Ahí, en lo más hondo del abismo de nuestra nada, de nuestra miseria, es donde se hallará frente a frente con el abismo de la misericordia, de la inmensidad, del todo de Dios; allí es donde hallaremos la fortaleza de morir a nosotros mismos, y perdiendo nuestras propias huellas, quedaremos trocados en amor. Perder nuestras propias huellas y quedar trocados en amor, ¿qué otra salida nos queda? La misericordia: desatar el mundo, desatarlo en nosotros mismos y dejar que sea el lugar santo que es en la voluntad, en la realidad de Dios. Imponer en nosotros la eternidad mediante la obediencia a un ritmo que explicite, que actualice, la santidad del presente. Esa es la única manera de actuar, de hacer algo. Vivir en el interior de un rito perpetuo. Como las mujeres y los hombres del mundo andino.

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