2.13.2007

¿No es éste el hijo del carpintero?


Según la tradición más comúnmente aceptada, Jesús vivió treinta años de su vida en Nazaret y dedicó sólo sus tres años finales a la llamada «vida pública». Eso quiere decir que vivió el noventa y uno por ciento de su vida en Nazaret, y apenas el nueve por ciento lo dedicó al anuncio más o menos explícito de lo que ahora los cristianos llamamos Evangelio, Buena Nueva. Y aún en esos tres años finales, el Evangelio nos dice que muchas veces intentó pasar desapercibido, buscó los lugares apartados y solitarios, evadió el acoso de las multitudes.

La manera como Jesús vivió esos treinta primeros años no le dejó entrever a sus vecinos nada extraordinario. Fue tan común y corriente, tan parecido a lo que vivían todos los hombres de su pueblo y de su misma condición social, que cuando lo ven retornar a su patria precedido por una gran fama, exclaman escandalizados: ¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no están todas entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto? (Mt 13, 54-56).

La reacción de sus vecinos deja ver claro lo seguros que estaban de que alguien como ellos, que viviera en sus mismas condiciones, que tuviera las mismas carencias y oportunidades en la vida, no podía de ninguna manera llegar a ser alguien importante y reconocido. Estaban destinados a ser para siempre unos don nadie y punto, ahí terminaba su historia. Ni se les ocurría la posibilidad de que pudiera ser de otra manera.

Sabían bien que el poder que mostraba su vecino no se lo daba ningún privilegio hereditario, social, religioso o académico. No era uno de esos afortunados que por tener muñeca con algún poderoso hubiera logrado matricularse en una escuela especial. Tampoco era alguien que hubiera establecido algún tipo de relación que le permitiera escalar social o religiosamente. Era simplemente el hijo del carpintero y el hecho de que su familia viviera en una casa igual a la de todos, y tuviera que trabajar como las demás para poder sobrevivir, les daba derecho a sospechar y descalificarlo.

Aún hoy en pleno siglo XXI la mayoría de los cristianos siguen considerando este tiempo vivido por Jesús en Nazaret como una simple “preparación” de los que realmente serían importantes: sus últimos tres años de fama y poder que lo convirtieron en un personaje. Aún hoy la valoración que se hace de lo que vivió Jesús en Nazaret tiende a quedarse en un plano más bien superficial, se considera como un gesto de “buena voluntad” de Dios, una manera de congratularse con nosotros, como cuando un rico va de visita y se disfraza de pobre para que el pobre no se sienta avergonzado de su pobreza.

No tenemos por qué extrañarnos: hemos optado por construir un mundo y un tipo de ser humano para el cual lo que vale es lo que se hace, lo que se dice, lo que se ve, no lo que se es. El que vale es el que tiene títulos, amigos con influencia, estructuras que lo respalden, cargos de poder social o político o religioso que lo hagan aparecer como importante. Nuestra manera de percibir a Dios no puede ser ajena a las orientaciones más profundas de nuestro ser.

Sin embargo, lo que vive Jesús en Nazaret no es un teatro, es una opción por el ser. No por cualquier ser sino por el ser humano más plenamente desarrollado en todos sus sentidos posibles. Asumir que la Encarnación del Hijo de Dios fue un mero disfraz, o un puro gesto de buena voluntad, le quita a nuestra fe todo su sentido y la convierte en un discurso humano que sirve para justificar “religiosamente” nuestra opción por las apariencias.

El Hijo de Dios no hace teatro: nace como hombre en el lugar y en las circunstancias en las cuales es posible desarrollarse más plenamente como ser humano a imagen y semejanza de su Padre. En Nazaret Jesús no es un Dios que “parece” hombre, es Dios siendo plenamente hombre y plenamente Dios. Pero atreverse a Ser en lugar de parecer es un camino demasiado riesgoso porque en él podemos descubrir que nuestro verdadero desarrollo humano nos quiere conducir a algo que no nos gusta, que nadie valora como importante: ser un simple hijo de carpintero.

Jesús, Dios encarnado, que nace en las condiciones humanas en las cuales nació, no busca parecer muy bueno, o muy débil, o muy tierno, para obtener nuestra adhesión sentimental. Nace como el primero de los Hombres Nuevos de una Nueva Creación. Está empezándolo todo otra vez, no sintiendo lástima, ni juzgando. Y lo que nos dicen sus primeros treinta años de vida es que la forma de participar como seres humanos Nuevos en esa Nueva Creación pasa por la obediencia a Nazaret. En eso consistió la aventura espiritual del Hermano Carlos de Foucauld, del beato Carlos de Jesús, en aprender a obedecer a Nazaret.

Obedecer a Nazaret porque las riquezas están aquí, no hay que ir a buscarlas a ninguna parte. Parece no haber nada, parece que la arena gris e insípida de lo cotidiano lo cubre todo, parece una realidad tan cercana y familiar que a nadie se le ocurriría esconder justamente allí un tesoro. Pero es verdad, lo que tanto anhelamos lo tenemos al alcance de la mano todos los días. ¿Cómo entender y asimilar ésto?

La encarnación del Hijo de Dios fue un hecho real lleno de consecuencias dentro de las cuales vivimos inmersos. ¿Acaso vemos el aire que respiramos? ¿Acaso alguien que se hunde en el océano puede ver la totalidad de la masa de agua que lo está envolviendo? Lo mismo sucede con la vida y su mensaje, lo perdemos de vista por estar sumergidos en él de cuerpo entero y porque muy pocas veces tenemos la oportunidad de apreciar desde afuera la intensidad real de la existencia en medio de la cual somos acogidos permanentemente.

El peso y el misterio que tiene para Jesús el tiempo vivido en Nazaret, es el mismo peso y el mismo misterio que tiene para todo ser humano su propio ser. Es fácil conocer lo que una persona hace, o dice, o piensa, pero no es fácil saber lo que una persona es. No es fácil ni siquiera para la propia persona. Más allá de los límites de nuestra intimidad más profunda, todos representamos un cierto papel social. Hacemos, pensamos, hablamos, y con todo eso creamos y sostenemos una imagen que nos permite ocupar determinado lugar, mantener ciertos privilegios. Por eso, quienes se exaltaron con lo que Jesús hacía, o decía, pero no se dejaron tocar por el misterio más profundo de lo que Él era más allá de todas sus inevitables imágenes, vivieron la cruz como el final de una ilusión.

En esa hora crucial Jesús hubiera podido afirmarse en alguna de sus apariencias: de reformador social y político, de profeta, de gran sanador, de hombre muy sabio, y parado allí hubiera movido fuerzas a su favor y tal vez impedido su muerte. Sin embargo, la fidelidad a su ser más profundo lo llevó a renunciar a esa lucha para no mentirse a sí mismo, para no quedarse a medio camino; no se vendió a ninguna de las apariencias que sus propios talentos humanos le ofrecían, no traicionó el lugar en el cual se formó como persona a imagen y semejanza de su Padre: no renunció a ser el hijo del carpintero de Nazaret. Y fue esa opción, ese fracaso en términos humanos, el que le dio a su aventura espiritual una eficacia capaz de atravesar los siglos encarnándose nuevamente en todas las situaciones humanas.

Hoy sabemos que esa eficacia es una eficacia eucarística y que está al alcance de cualquier ser humano que como Él decida ser fiel a su identidad de hijo o hija de Dios. Es de eso mismo de lo que nos da testimonio el fracaso humano y la eficacia eucarística del hermano Carlos de Jesús.

No son nuestros afanes, nuestras construcciones y nuestros argumentos, es nuestro ser de hijos e hijas de Dios el que le anuncia a los pobres la Buena Nueva, proclama la liberación a los cautivos, devuelve la vista a los ciegos, da libertad a los oprimidos y proclama el año de gracia del Señor. Por eso es lógico que sea precisamente en Nazaret, el lugar donde Jesús aprendió a ser, que se explicite a sí mismo y anuncie la unción que el Espíritu del Señor ha hecho sobre Él (lc 4, 18-19).

Sin embargo, la novedad que su gesto y su mirada implican es tan radical que haría falta que sus vecinos nazarenos nacieran de nuevo para que pudieran comprenderlo. Frente al rechazo, seguramente muy doloroso, de quienes con su convivencia cotidiana y su propio ser le han enseñado a formarse tal y como es, Jesús se repite el refrán: médico, cúrate a ti mismo, y comprende mejor lo que su misión le exige: ofrecer la posibilidad de volver a nacer de nuevo.

Admirar el camino espiritual del Hermano Carlos de Jesús, o encontrar en él referencias que nos animen en nuestro propio caminar, no quiere decir que seamos sus seguidores, somos en realidad seguidoras y seguidores de Jesús de Nazaret. Pero lo que nos enseña Jesús de Nazaret con la totalidad de su ser y no sólo con las “enseñanzas” que podamos entresacar, o incluso “inventar” nosotros mismos manipulando sus muchas y a veces conflictivas imágenes, es que seguirlo a Él no consiste en seguir a otro distinto de nosotros mismos.

Jesús de Nazaret nos remite a nuestra propia identidad de Hijas e Hijos de Dios y hace efectiva toda la riqueza de vida humana y divina que se esconde allí mediante su opción por una eficacia eucarística. Lo admirable de una experiencia espiritual es reconocer en ella la manera como un hombre o una mujer entra en comunión profunda con su ser de Hija o Hijo de Dios, la forma como Dios brilla y se revela plenamente a sí mismo encarnándose en una identidad humana particular. Pero no se puede hacer de esa admiración el intento de vivir una experiencia espiritual propia usando el camino de otro, ni siquiera el camino de Jesús de Nazaret.

Es decir, en el camino de nuestro seguimiento Jesús de Nazaret no es otro, somos nosotros mismos, cada una y cada uno de nosotros. Y seguirlo a Él no consiste en “imitarlo”, consiste en ser lo que Él nos revela que somos. Los daños que puede causar un falso sentido de la imitación, los muestra bien el gran escultor Miguel Ángel cuando le preguntaron lo que pensaba acerca de los escultores que buscaban “imitarlo” y respondió: «Mi estilo está destinado a hacer muchos imbéciles».

En su sentido verdadero, la imitación de la que tanto habla el Hermano Carlos habría que explicarla más bien como lo hace la mística carmelita Isabel de la Trinidad: «Seamos para con Él una humanidad suplementaria en la cual pueda renovar plenamente su misterio». Fue éso lo que hizo el Hermano Carlos de Jesús con la totalidad de su vida, más allá de las muchas imágenes que a lo largo de su caminar espiritual él mismo pudo entender y proponer a veces como definitivas.

Carlos de Foucauld no terminó siendo el ser humano que le pareció que su vocación religiosa le exigía, no terminó siendo el ser humano que su propia voluntad, o inteligencia, o devoción, quiso que fuera: terminó siendo el ser humano que Dios necesitaba para «renovar en él plenamente su misterio». Y para lograrlo tuvo que abandonar en el camino, tal como lo hizo Jesús de Nazaret, todas las imágenes en las que sus límites humanos pretendieron encerrarlo, hasta morir completamente solo en medio del desierto, dando con su propio fracaso humano el paso hacia el interior de la eficacia eucarística.

«Cuando el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo, si muere, da muchos frutos. Yo no he muerto, por eso estoy solo. Recen por mi conversión, para que muriendo dé fruto».

A partir de aquí vale la pena que acompañemos un poco al hermano Carlos en su lectura de Santa Teresa:

«… para comenzar con algún fundamento se me ocurrió considerar nuestra alma como un castillo todo de diamante o cristal muy claro, en el que hay muchas habitaciones, así como en el cielo hay muchas moradas. Si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso donde Dios tienen sus deleites.

Pues ¿cómo será la habitación donde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes, se deleita? No hallo yo cosa con la cual comparar la gran hermosura de un alma, y su gran capacidad. Nuestro entendimiento, por agudo que fuera, no logra comprenderla, porque Dios mismo nos dice que nos crió a su imagen y semejanza…

No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no nos entendamos a nosotros mismos, ni sepamos quiénes somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que le preguntaran a uno quién es y uno no se conociera, ni supiera quién fue su padre, ni su madre, ni cuál es su tierra?

Pues si esto sería gran bestialidad, es mayor aún la que hay en nosotras cuando no intentamos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en nuestros cuerpos, y sólo porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos alma. Pero sin considerar los bienes que puede haber en esa alma, y quién está dentro de ella, y su gran valor. Por eso tenemos tan poco cuidado en conservar su hermosura, todo se nos va en cuidar nuestra apariencia y lo que hay fuera del castillo…

(…) Hemos de ver pues cómo podemos entrar en tan hermoso y deleitoso castillo. Parece que digo un disparate, porque si este castillo es nuestra propia alma, claro está que no necesitamos entrar en él porque nosotros mismos somos el castillo. Igual desatino parecería decirle a alguien que entrara en una habitación estando ya dentro.

Pero tenemos que entender que va mucho de estar a estar. Hay muchas almas que se quedan en las afueras del castillo, donde sólo viven los guardianes. Y no les importa nada entrar, ni saben qué hay en tan precioso lugar, ni quién está dentro, ni cuántas habitaciones tiene.

… son las almas que no tienen oración como un cuerpo paralítico o tullido, que aunque tiene pies y manos no los puede mandar. Hay almas tan enfermas y acostumbradas a estarse en cosas exteriores, que no tienen remedio y parece que no pueden entrar dentro de sí mismas. Tienen tanta costumbre de tratar con las sabandijas y bestias que están en las afueras del castillo, que ya parecen una de ellas. Su naturaleza es muy rica y pueden tener conversación nada menos que con Dios, pero no lo entienden.

Si estas almas no procuran remediar su gran miseria, se quedarán hechas estatuas de sal por no volver la cabeza hacia sí mismas. Y, hasta donde yo puedo entender, la puerta para entrar en ese castillo es la oración.

…pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios y pidiéndole muchas veces misericordia, Es desatino…»

Carlos de Foucauld vivó su obediencia a Nazaret en dos direcciones complementarias. Una, que podríamos señalar como volver la cabeza hacia sí mismo: la entrada en el castillo interior de su propio ser. La expresa de esta manera: «Se hace el bien, no en la medida de lo que se dice o se hace, sino en la medida de lo que se es, en la medida en que Jesús vive en nosotros». Y la otra, que lo llama a vivir una solidaridad radical con los más pobres: «Yo creo que no hay palabra del Evangelio que me haya impresionado tanto y transformado más mi vida que ésta: «todo lo que hacen a uno de estos pequeños, es a mí que lo hacen».

Tal como él lo vivó, el camino hacia la solidaridad real y radical con los pequeños pasa no por la medida de su propia voluntad o deseo o lucidez humana, sino por la medida en que Jesús vive en él. Y ése es un proceso complejo y difícil que no se da de una sola vez y para siempre sino que construye en una lucha diaria, en una búsqueda permanente. Descubrir lo que Jesús, viviendo en él, haría frente a cada circunstancia de la vida, no es un interrogante que pueda responder repitiendo siempre una misma fórmula. Necesita, como en el Evangelio, saber sacar de él mismo, cada día, cosas viejas y cosas nuevas.

Todo esto podría tomarse como pura especulación espiritual, castillos en el aire. Sin embargo, si lo contemplamos con el telón de fondo de la actual realidad de nuestro país podemos percibir las dimensiones del llamado que se nos hace. El resultado de las últimas elecciones revela el deseo, la necesidad y la esperanza que tiene Bolivia de volver a comenzar de nuevo como país, corrigiendo las injusticias y deformidades de los últimos quinientos años de su historia. Un reto nada fácil teniendo en cuenta los enemigos internos y externos que deberá vencer en ese camino.


Los enemigos externos son fácilmente reconocibles porque forman un bloque muy bien organizado. El sistema económico neoliberal, las empresas transnacionales, el gran imperio del norte con sus poderosísimos medios tecnológicos y militares. También sabemos con claridad que sus armas incluyen la manipulación, el bloqueo, el engaño, la corrupción y la compra de conciencias, las imposiciones económicas desiguales, y en último caso el uso directo de su aplastante poderío militar.

Respecto a nuestros enemigos internos no podemos hacernos ilusiones fáciles. La esperanza de cambio, si no se sostiene en hombres y mujeres capaces de transformarse a si mismos, no pasará de ser una ilusión, un reacomodo superficial del escenario que a pesar de las buenas intenciones de algunos no logrará generar un desarrollo sostenible que mejore efectivamente las condiciones de vida de los más pobres.

Releyendo a Santa Teresa, junto con el Hermano Carlos, desde la realidad boliviana de hoy, podríamos decir que “sería desatino pretender entrar en el cielo de un país nuevo, sin entrar en nosotros para conocernos y considerar seriamente lo que debemos cambiar para ser mujeres y hombres nuevos, capaces de construir y sostener un nuevo país”.

No con el ánimo de ser aguafiestas, ni con el ánimo de ser profetas pesimistas, pero sí dejándonos iluminar por el caminar de otros cristianos en momentos y circunstancias pasadas de nuestra historia latinoamericana, es pertinente recordar aquí las palabras del sacerdote jesuita Xavier Gorostiaga, que participó directamente en todo el proceso de la revolución sandinista. Haciendo un repaso de las causas del fracaso de la revolución, y luego de reconocer la gran incidencia que tuvo la agresión y el bloqueo económico norteamericano, termina diciendo:

«…Sin embargo, considero que fue la inconsecuencia ética con los valores promulgados por la revolución popular sandinista, los que hicieron fracasar el intento: las luchas internas por el poder dentro de la dirección nacional; el personalismo de los dirigentes que buscaban el éxito de sus propios proyectos más que la consolidación de un proyecto alternativo; la lejanía creciente del pueblo y de los cuadros medios que provocó un aburguesamiento de la cúpula revolucionaria; la ideologización trasnochada en algunos dirigentes que no aceptaban el mercado como una realidad económica… la falta de respeto a las identidades campesina, indígena, y de la mujer y a la religiosidad popular…».

Al interior de la Familia Espiritual de Carlos de Foucauld, la Fraternidad de Hermanas y Hermanos del Sagrado Corazón busca ofrecer instrumentos que le permitan a quienes sean llamados por Dios a esa vocación, crecer de forma integral en una doble dirección.

Por un lado, ayudarlos a penetrar en la belleza y riqueza de su propio castillo interior, para reconocer y asumir gozosamente la hermosura de su alma, y su gran capacidad. Y, al mismo tiempo, permitiendo que Jesús viva en ellas y ellos, vivir una solidaridad eficaz con los pequeños, con los más pobres. Una solidaridad que no pueda ser derrotada de ninguna manera. Ese proceso de educación humana y espiritual pasa, en nuestro caso, por la obediencia a Nazaret.

Una obediencia que en contra de todas las lógicas humanas termina desembocando en la mayor de las libertades:

«Estoy siempre preparado. Vivo al día. Haré aquello que me parezca lo mejor, según las circunstancias. Vayamos ahora a donde podamos ir; cuando las puertas se abran en otra parte, allá iremos: a cada día le basta su pena; hagamos en el momento presente lo que mejor podamos hacer».

Sólo recorriendo ese camino podremos vencer en nosotros…la inconsecuencia ética… las luchas internas por el poder…el personalismo… la búsqueda del éxito de los propios proyectos más que la consolidación de un proyecto alternativo… la lejanía creciente del pueblo… el aburguesamiento… la ideologización… la falta de respeto a las identidades campesina, indígena, y de la mujer y a la religiosidad popular...

2.12.2007

Hijos

Un hijo es siempre, de una o de otra manera, la consecuencia del tipo de relación que viven sus padres. No es el resultado de un aporte, por muy fuerte y grande que éste pueda ser, ni es la sumatoria más o menos mecánica de dos aportes: es el fruto de la relación establecida entre esos dos aportes. Más que los aportes en sí mismos pesa la relación que establecen. Es imposible dispensar a un hijo de las consecuencias de la relación que lo trajo al mundo. Por eso para ser buen padre o buena madre no hace falta tener muchos talentos, mucho que aportar, basta con saber relacionarse. De hecho, algo de lo peor que le puede suceder a un hijo es tener padres que pongan el acento en los talentos que ellos le pueden aportar (y que a él se le impone el deber de desarrollar) y no en la calidad de su relación de pareja. La calidad humana de un hijo no puede ser sino una añadidura, una consecuencia inevitable de la calidad de relación que viven sus padres.
Dios quiere probar a Abraham y le dice: Toma a tu hijo, al único que tienes y al que amas, Isaac, y vete a la región de Moriah. Allí me lo ofrecerás en holocausto, en un cerro que yo te indicaré. Abrahán sabe que lo mejor para su hijo se esconde no en las buenas intenciones de su propio amor, por grande y previsivo que sea, sino en la voluntad de Dios sobre él, por muy oscura y dolorosa que pueda parecerle, y no duda un solo segundo en hacer lo que se le dice. La obediencia inmediata a una orden tan “aparentemente” cruel es la única forma que tiene él, el elegido, de evitar que la vida de su hijo sea destruida por las consecuencias de su propia relación con el absoluto. Para ser padre, sin dañar al hijo, hay que hacer voto de castidad.

La única manera de por lo menos atenuar en los hijos las propias deformidades, es haciéndose a un lado y dejando que los otros sean también su padre y su madre. Obviamente, no en el sentido de renunciar a la propia responsabilidad, ni de abrir ingenuamente la puerta al primer aparecido. Esos otros son los otros con los que formo una comunidad, mi comunidad, mi verdadera familia. De hecho, la única que puede formar a un ser humano es una comunidad.

Sólo hay una Tristeza...

León Bloy en «La Mujer Pobre»:

«Clotilde tiene hoy cuarenta y ocho años, aunque demuestra no menos de un siglo. Más hermosa que antes, se parece a una columna de plegarias, la última columna de un templo derruido por los cataclismos...Casi nunca se la ve sentarse. Siempre en camino de una iglesia a otra, de uno a otro cementerio, no se detiene sino para arrodillarse, y se diría que no conoce otra actitud...No pide limosna. Se limita a recibir con una dulce sonrisa lo que le ofrecen, y lo da en secreto a los desdichados...Los cristianos cómodos y bien vestidos a quienes molesta lo Sobrenatural y dicen a la Prudencia: “Tú eres mi hermana”, la consideran trastornada, pero el pueblo humilde es respetuoso con ella y algunas pordioseras de iglesia la creen una santa..."Todo lo que sucede es digno de adoración" – dice frecuentemente, con el aire de una criatura mil veces colmada que no encontrase otra fórmula para expresar los movimientos de su corazón o de su mente, sea en la ocasión de una peste universal, sea en el momento de verse devorada por las fieras...Muerto Leopoldo, cuyo cuerpo no fue encontrado entre los anónimos y espantosos escombros, Clotilde trató de ajustar su vida a aquel precepto evangélico cuya observancia rigurosa es considerada más intolerable que el suplicio mismo del fuego. Vendió cuanto poseía y donó el importe a los pobres, convirtiéndose de la noche a la mañana en una mendiga...-Debe ser usted muy desdichada, mi pobre señora – le dijo una vez un sacerdote, que por fortuna era un verdadero padre, al verla anegada en lágrimas junto al Santo Sacramento expuesto. – Soy completamente dichosa – le contestó ella - . No se entra en el Paraíso mañana, ni pasado mañana, ni dentro de diez años, se entra hoy, cuando se es pobre y se está crucificada...Un solo testigo de su pasado, Lázaro Druida, la ve todavía algunas veces. Es el único vínculo que no ha roto. El alto pintor...es demasiado grande para que lo visitara la fortuna, cuya práctica secular es hacer girar su rueda entre las inmundicias...De tanto en tanto va a poner en el alma del profundo artista un poco de su paz, de su grandeza misteriosa; luego vuelve a su inmensa soledad, en medio de las calles llenas de gente. – Sólo hay una tristeza – le dijo la última vez - , y es la de no ser santos...»

2.07.2007

Hacer el Bien

«Se hace el bien, no en la medida de lo que se dice o se hace, sino en la medida de lo que se es, en la medida en que Jesús vive en nosotros» (Carlos de Foucauld)


El texto probablemente más antiguo que se refiere a la tradición cristiana de la «Cena del Señor» lo escribió el apóstol Pablo en el año 55:

Lo que el Señor Jesucristo me enseñó, es lo mismo que yo les he enseñado a ustedes: La noche en que el Señor Jesús fue entregado para que lo mataran en la cruz, tomó en sus manos pan, dio gracias a Dios, lo partió en pedazos y dijo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado en favor de ustedes. Cuando coman de este pan, acuérdense de mí”. Después de cenar, Jesús tomó en sus manos la copa y dijo: “Esta copa de vino es mi sangre. Con ella, Dios hace un nuevo compromiso con ustedes. Cada vez que beban de esta copa, acuérdense de mí”. Así que, cada vez que ustedes comen de ese pan o beben de esa copa, anuncian la muerte del Señor Jesús hasta el día en que él vuelva. Por eso, el que come el pan o bebe la copa del Señor indignamente peca contra el cuerpo y la sangre del Señor. Cada uno, pues, examine su conciencia y luego podrá comer el pan y beber la copa (1 Cor. 11, 23-28).

A la luz de lo que el Señor Jesucristo le enseñó a Pablo, una lectura y una comprensión eucarística de la actual realidad boliviana pasa inevitablemente por la pregunta acerca de cuál fue la eficacia de Jesús de Nazaret.

Según la tradición más comúnmente aceptada, Jesús vivió treinta años de su vida en Nazaret y dedicó sólo sus tres años finales a la llamada «vida pública». Eso quiere decir que vivió el noventa y uno por ciento de su vida en Nazaret, y apenas el nueve por ciento lo dedicó al anuncio más o menos explícito de lo que ahora los cristianos llamamos Evangelio, Buena Nueva. La manera como Jesús vivió esos treinta primeros años no le dejó entrever a sus vecinos nada extraordinario. Fue tan común y corriente, tan parecido a lo que vivían todos los hombres de su pueblo y de su misma condición social, que cuando lo ven retornar a su patria precedido por una gran fama, exclaman escandalizados: ¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no están todas entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto? (Mt 13, 54-56).

La reacción de sus vecinos deja ver claro lo seguros que estaban de que alguien como ellos, que viviera en sus mismas condiciones, que tuviera las mismas carencias y oportunidades en la vida, no podía de ninguna manera llegar a ser importante y reconocido. Ellos estaban destinados a ser para siempre unos don nadie y punto, ahí terminaba su historia. Ni se les ocurría la posibilidad de que pudiera ser de otra manera. Sabían bien que el poder que revelaba su vecino no se lo daba ningún privilegio hereditario, social, religioso o académico. No era uno de esos afortunados que por tener muñeca con algún poderoso hubiera logrado matricularse en una escuela especial. Tampoco era alguien que hubiera establecido algún tipo de relación que le permitiera escalar social o religiosamente. Era simplemente el hijo del carpintero y el hecho de que su familia viviera en una casa igual a la de todos, y tuviera que trabajar como las demás para poder sobrevivir, les daba derecho a sospechar y descalificarlo.

Aún hoy en pleno siglo XXI la mayoría de los cristianos siguen considerando este tiempo vivido por Jesús en Nazaret como una simple “preparación” de los que realmente serían importantes: sus últimos tres años de fama y poder que lo convirtieron en un personaje. Aún hoy la valoración que se hace de lo que vivió Jesús en Nazaret tiende a quedarse en un plano más bien superficial, se considera como un gesto de “buena voluntad” de Dios, una manera de congratularse con nosotros, como cuando un rico va de visita y se disfraza de pobre para que el pobre no se sienta avergonzado de su pobreza. No tenemos por qué extrañarnos: aunque a veces queramos pensar de otra manera, en la práctica hemos optado por construir un mundo y un tipo de ser humano para el cual lo que vale es lo que se hace, lo que se dice, lo que se ve, no lo que se es. El que vale es el que tiene títulos, amigos con influencia, estructuras que lo respalden, cargos de poder social o político o religioso que lo hagan aparecer como importante. Nuestra manera de percibir a Dios no puede ser ajena a las orientaciones y opciones más profundas de nuestro ser.

Sin embargo, lo que vive Jesús en Nazaret no es un teatro, es una opción por el SER. No por cualquier ser sino por el ser humano más plenamente desarrollado en todos sus sentidos posibles. Asumir que la Encarnación del Hijo de Dios fue un mero disfraz, o un gesto de condescendencia, le quita a nuestra fe todo su sentido y la convierte en un simple discurso humano que sirve para justificar “religiosamente” nuestra opción por las apariencias. El Hijo de Dios no hace teatro: nace como hombre en el lugar y en las circunstancias en las cuales es posible desarrollarse más plenamente como ser humano a imagen y semejanza de su Padre. En Nazaret Jesús no es un Dios que “parece” hombre, es Dios siendo plenamente hombre y plenamente Dios. Pero atreverse a ser es un camino demasiado riesgoso en el que nos podemos estancar a la altura de un simple hijo de carpintero, por eso optamos por parecer y usamos la fe como un argumento más para justificarnos.

Jesús, Dios encarnado, que nace en las condiciones humanas en las cuales nació, no busca parecer muy bueno, o muy débil, o muy tierno, para obtener nuestra adhesión sentimental. Nace como el primero de los Hombres Nuevos de una Nueva Creación. Está empezándolo todo otra vez, no condesciendo, ni sintiendo lástima, ni juzgando. Y lo que nos dicen sus primeros treinta años de vida es que la forma de participar como seres humanos Nuevos en esa Nueva Creación pasa por la obediencia a Nazaret.

El peso y el misterio que tiene para Jesús el tiempo vivido en Nazaret, es el mismo peso y el mismo misterio que tiene para todo ser humano su propio SER. Es fácil conocer lo que una persona hace, o dice, o piensa, pero no es fácil saber lo que una persona es. No es fácil ni siquiera para la propia persona. Más allá de los límites de nuestra intimidad más profunda, todos representamos un cierto papel social. Hacemos, pensamos, hablamos, y con todo eso creamos y sostenemos una imagen que nos permite ocupar determinado lugar. Por eso, quienes se exaltaron con lo que Jesús hacía, o decía, pero no se dejaron tocar por el misterio más profundo de lo que Él era más allá de todas sus inevitables imágenes, vivieron la cruz como el final de una ilusión.

En esa hora crucial Jesús hubiera podido afirmarse en alguna de sus apariencias: de reformador social y político, de profeta, de gran sanador, de hombre muy sabio, y parado allí hubiera movido fuerzas a su favor y tal vez impedido su muerte. Sin embargo, la fidelidad a su ser más profundo lo llevó a renunciar a esa lucha para no mentirse a sí mismo, para no quedarse a medio camino; no se vendió a ninguna de las apariencias que sus propios talentos humanos le ofrecían, no traicionó el lugar en el cual se formó como persona a imagen y semejanza de su Padre: no renunció a ser el hijo del carpintero de Nazaret. Y fue esa opción, ese fracaso en términos humanos, el que le dio a su aventura espiritual una eficacia capaz de atravesar los siglos encarnándose nuevamente en todas las situaciones humanas. Hoy sabemos que esa eficacia es una eficacia eucarística y que está al alcance de cualquier ser humano que como Él decida ser fiel a su identidad de hijo o hija de Dios.

No son nuestros afanes, nuestras construcciones y nuestros argumentos, es nuestro SER de hijos e hijas de Dios el que le anuncia a los pobres la Buena Nueva, proclama la liberación a los cautivos, devuelve la vista a los ciegos, da libertad a los oprimidos y proclama el año de gracia del Señor. Por eso es lógico que sea precisamente en Nazaret, el lugar donde Jesús aprendió a ser el hombre que era, que se explicite a sí mismo y anuncie la unción que el Espíritu del Señor ha hecho sobre Él (lc 4, 18-19). Sin embargo, la novedad que su gesto y su mirada implican es tan radical que haría falta que sus vecinos nazarenos nacieran de nuevo para que pudieran comprenderlo. Frente al rechazo, seguramente muy doloroso, de quienes con su convivencia cotidiana y su propio ser le han ayudado a formarse tal y como es, Jesús se repite el refrán: médico, cúrate a ti mismo, y comprende mejor lo que su misión le exige: ofrecer la posibilidad de volver a nacer de nuevo.

Lo que nos revela Jesús de Nazaret con la totalidad de su ser y no sólo con las “enseñanzas” que podemos entresacar, o incluso “inventar” nosotros mismos a partir de sus muchas y a veces conflictivas imágenes, es que seguirlo a Él no consiste en seguir a otro distinto de nosotros mismos. Jesús de Nazaret nos remite a nuestra propia identidad de Hijas e Hijos de Dios y hace efectivo todo el caudal de vida humana y divina que se esconde allí mediante su opción por una eficacia eucarística. Lo admirable de una experiencia espiritual es reconocer en ella la manera como un hombre o una mujer entra en comunión profunda con su SER de Hija o Hijo de Dios, la forma como Dios brilla y se revela plenamente a sí mismo encarnándose en una identidad humana. Pero no se puede hacer de esa admiración el intento de vivir una experiencia espiritual propia usando el camino de otro, ni siquiera el camino de Jesús de Nazaret.

Es decir: Jesús de Nazaret no es otro, somos nosotros mismos, cada una y cada uno de nosotros. Y seguirlo a Él no consiste en “imitarlo”, consiste en ser lo que Él nos revela que somos. En palabras de la carmelita Isabel de la Trinidad: «Seamos para con Él una humanidad suplementaria en la cual pueda renovar plenamente su misterio». Fue eso lo que hizo el Hermano Carlos de Jesús con la totalidad de su aventura espiritual, más allá de las muchas imágenes que a lo largo de su caminar él mismo pudo entender y proponer a veces como definitivas. Carlos de Foucauld no terminó siendo el ser humano que le pareció que su vocación religiosa le exigía, no terminó siendo el ser humano que su propia voluntad, o inteligencia, o devoción, quiso que fuera: terminó siendo el ser humano que Dios necesitaba que fuera para poder «renovar en él plenamente su misterio». Y para lograrlo tuvo que abandonar en el camino, tal como lo hizo Jesús de Nazaret, todas las imágenes en las que sus límites humanos pretendieron encerrarlo, hasta morir completamente solo en medio del desierto, dando con su propio fracaso humano el paso hacia el interior de la eficacia eucarística.

Al llegar a la otra orilla del lago, encontraron a Jesús y le preguntaron:
–Maestro, ¿cuándo has venido aquí?
Jesús les dijo:
–Les aseguro que ustedes no me buscan porque hayan visto las señales milagrosas, sino porque han comido hasta hartarse. No trabajen por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y les da vida eterna. Esta es la comida que les dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él.
Le preguntaron:
– ¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?
Jesús les contestó:
–La obra de Dios es que crean en aquel que él ha enviado.
– ¿Y qué señal puedes darnos –le preguntaron- para que, al verla, te creamos? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: “Dios les dio a comer pan del cielo.”
Jesús les contestó:
–Les aseguro que no fue Moisés quien les dio el pan del cielo. ¡Mi Padre es quien da el verdadero pan del cielo! Porque el pan que Dios da es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo.
Ellos le pidieron:
–Señor, danos siempre ese pan.
Y Jesús les dijo:
–Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed. Pero, como ya les dije, ustedes no creen aunque me hayan visto. Todos los que el Padre me da vienen a mí, y a los que vienen a mí no los echaré fuera. Porque no he venido del cielo para hacer mi propia voluntad, sino para hacer la voluntad de mi Padre, que me ha enviado. Y la voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite el día último. Porque la voluntad de mi Padre es que todo aquel que ve al Hijo de Dios y cree en él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el día último.
Por eso los judíos comenzaron a murmurar de Jesús, porque había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo.” Y decían:
–Este es Jesús, el hijo de José. Nosotros conocemos a su padre y a su madre: ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús les dijo:
–Dejen de murmurar. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre, que me ha enviado; y yo lo resucitaré el día último. En los libros de los profetas se dice: ‘Dios instruirá a todos.’Así que todos los que escuchan al Padre y aprenden de él vienen a mí.
“No es que alguien haya visto al Padre. El único que ha visto al Padre es el que ha venido de Dios. Les aseguro que quien cree tiene vida eterna. Yo soy el pan que da vida. Sus antepasados comieron el maná en el desierto, y sin embargo murieron; pero yo hablo del pan que baja del cielo para que quien coma de él no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi propio cuerpo. Lo daré por la vida del mundo.”
Los judíos se pusieron a discutir unos con otros:
– ¿Cómo puede este darnos a comer su propio cuerpo?
Jesús les dijo:
–Les aseguro que si no comen el cuerpo del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo le resucitaré el día último. Porque mi cuerpo es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre vive unido a mí, y yo vivo unido a él. El Padre, que me ha enviado, tiene vida, y yo vivo por él. De la misma manera, el que me coma vivirá por mí. Hablo del pan que ha bajado del cielo. Este pan no es como el maná que comieron sus antepasados, que murieron a pesar de haberlo comido. El que coma de este pan, vivirá para siempre.


Bolivia 2007

Independientemente de cualquier valoración objetiva acerca de su desempeño, gran parte de quienes rechazan al actual presidente Evo Morales lo hacen por ser quien es. Suponen, aunque no todos se atreven a decirlo en voz alta, que alguien que haya nacido en el lugar y en las condiciones en las que él nació, alguien que tenga su misma formación, su misma cultura, no merece esa dignidad o no está en condiciones de asumirla digna y eficazmente. Y afirmados en esa posición, conciente o inconcientemente racista, están dispuestos a hacer lo que sea con tal de evitar que semejante «escándalo» siga ocurriendo en la patria.

Sin embargo, es bueno no confundirse: más allá del miedo a lo que Evo Morales representa en términos de la distribución de fuerzas en la actual realidad boliviana, lo que no quieren enfrentar es el llamado a dejar lo viejo y comenzarlo todo otra vez desde el principio: el llamado a nacer de nuevo.

La Bolivia de hoy es una nación que tiene el privilegio de estar atravesando una esquina histórica en la que sería posible atreverse a nacer de nuevo. Por eso su responsabilidad espiritual de cara a toda la humanidad es tan grande. Hoy por hoy Bolivia no está en la cola sino en la vanguardia de las búsquedas más cruciales que los seres humanos deberemos realizar en el presente siglo. No sólo porque haya sabido colocarse en esa esquina en la que sería posible atreverse a nacer de nuevo, sino sobre todo porque tiene la información necesaria para vivir ese renacimiento, porque ha sabido mantener vivo a pesar de todos sus pesares un depósito de sabiduría cultural y espiritual que es la semilla de una alternativa real y sistemática al imperio de muerte que cada vez copa más espacios en el mundo.

Fuera de Bolivia son muchos los que apuestan a favor de Evo Morales, no tanto por una valoración objetiva de su desempeño como presidente, sino porque lo ven como un símbolo de ese «atreverse a nacer de nuevo» que ellos añoran desde sus propias circunstancias existenciales, sin saber cómo hacerlo, o desengañados por intentos fallidos en el pasado. Más que por Evo Morales apuestan a favor de algo todavía oscuro y confuso que en ellos mismos está pidiendo una oportunidad de SER. Si no existiera Evo Morales tendrían que inventarlo.

De puertas hacia dentro las cosas se ven y son de otra manera. Independientemente del rechazo más o menos racista a Evo Morales, el problema objetivo es qué hacer con un pueblo, con varios pueblos, que luego de siglos de silencio quieren atreverse, con todo derecho y justicia, a decir su palabra. Algunos en medio de su ceguera no entienden, o se niegan a entender, las proporciones y la profundidad de lo que se juega en la Bolivia del año 2006. Le tienen tanto temor a lo diferente, a lo alternativo, que estarían dispuestos, si pudieran hacerlo, a devolver la película y regresar al pasado. Este temor que para unos es simple ceguera, paro otros es la conciencia clara de sus propios privilegios amenazados. Son éstos últimos los que muy hábilmente han sabido distraer la atención del tema de fondo: la posibilidad de comenzarlo todo otra vez desde el principio, y pretenden generar pánico convocando fantasmas extranjeros: el comunismo, Cuba, Venezuela. Lo que no calculan es que por ahí podrían terminar despertando no sólo fantasmas sino monstruos tan terribles como el de la violencia fratricida.

La posibilidad de comenzarlo todo otra vez desde el principio no es un slogan publicitario para la constituyente, es la novedad radical que la Palabra de esos pueblos silenciados durante tantos siglos puede aportar hoy no sólo a Bolivia sino a toda la humanidad. Una novedad que cuestiona incluso el significado de la palabra palabra, y que nos invita a abrirnos a formas nuevas de comunicación, de organización, de construcción de lo social. Formas que por el significado y las consecuencias que tienen hoy se pueden llamar «nuevas», pero que son en realidad antiquísimas, milenarias.

No perder de vista la grandeza de lo que se juega en la actual realidad boliviana no quiere decir ser ingenuos o cerrar los ojos a lo pequeño, a lo inmediato, a las realidades y necesidades cotidianas de la gran mayoría pobre del país. En ese sentido no dejan de tener cierta medida de razón quienes afirman que con esos bonitos análisis de antropólogos, sociólogos y teólogos no se puede llenar el plato del almuerzo cada día. Y también tienen razón quienes llaman la atención acerca de una posible idealización del aporte que las culturas originarias pueden hacer hoy. No se puede ignorar que la historia vivida y la limitación “original,” que cargamos los seres humanos vengamos de donde vengamos, también han echado encima de las semillas que aún se mantienen vivas una cantidad inmensa de basura que no es fácil separar y echar al fuego.

¿Qué hacer como cristianos ante una situación tan compleja? ¿Cómo aportar a la construcción de un hoy más justo y fraterno para las mayorías del país, integrando las semillas de vida que la realidad nos coloca hoy sobre la mesa? ¿Cómo ser esas mujeres y esos hombres nuevos capaces de estar a la altura de un momento histórico tan rico pero también tan arduo, tan difícil? Sin ofrecer recetas imposibles o conclusiones fáciles, quizá lo que se nos pide es que seamos capaces de orientarnos en medio de esa realidad compleja con un sentido que se podría llamar: olfato eucarístico. Tenemos que aprender a ser eficaces de la manera como Jesús de Nazaret nos revela con la totalidad de lo que Él es: eficaces por la calidad de nuestro SER.

Sin negar nada de lo humano, como el hijo de Dios encarnado, tenemos que asumir que nuestras reales soluciones, como hijas e hijos de Dios, no son humanas sino divinas. Es decir, tenemos que atrevernos a SER eucaristía. Se nos olvida que como cristianos no estamos llamados a buscar o a anunciar una solución: estamos llamados a dar testimonio: a SER la solución. Tenemos que ocupar nuestro sitio en la realidad de tal manera que el que coma nuestro cuerpo y beba nuestra sangre tenga vida eterna. Sólo quienes tienen una vida eterna pueden dar la medida de la complejidad de la realidad y pueden discernir, aportar para construir Vida.

Hay algo que se podría considerar “positivo” en el pesimismo y la desesperanza de quienes no creen en las posibilidades de una mejora de la situación del país: en el fondo tienen la conciencia de que no existe ese programa salvador, venga de donde venga, que pueda llenar el plato de comida en la mesa de los pobres: no creen ya en las señales milagrosas. Lo malo de esa desesperanza es que casi siempre termina generando una rapiña egoísta: como no hay solución posible para el gran problema me ocupo de comer hasta hartarme, sin importar lo que le pase a los demás.

Vivir SIENDO eucaristía es lo único que nos permite cargar y soportar sin falsas ilusiones la imposibilidad de soluciones humanas, pero de una manera que no es resignación o abandono sino que nos transforma en canales a través de los cuales la realidad entra en contacto con la verdadera solución: Les aseguro que si no comen el cuerpo del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo le resucitaré el día último. Porque mi cuerpo es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida.

El llamado cristiano a trabajar por la verdadera comida, por ese pan que no es como el maná que comieron sus antepasados, que murieron a pesar de haberlo comido, muchas veces ha servido de argumento a quienes han querido utilizar la fe para defender sus privilegios. Siempre ha sido más cómodo ponerse del lado de quienes tienen el poder y señalar el “error” de los que desde abajo buscan cambiar esa situación construyendo algo nuevo. Sin embargo, más que entender la realidad como una balanza con dos platillos en sus extremos, el cristiano entiende que es el lugar donde está llamado a nacer de nuevo del agua y del Espíritu, el lugar donde debe atreverse a SER un ser humano nuevo de una nueva creación. Esa es su forma de entender el significado de la palabra cambio.

Y es en este contexto donde la Palabra (con mayúscula) de esos pueblos silenciados durante tanto tiempo revela su significado. Pero para escucharla hace falta tener un olfato eucarístico. Olfato porque no son nuestros oídos el órgano capaz de comprender un significado que ni siquiera está expresado en eso que nosotros entendemos como palabra (con minúscula). ¿Acaso después de tantos siglos de silencio y resistencia van a ser tan ingenuos como para desperdiciar este momento histórico volviendo a caer en las trampas de una palabra que no ha hecho más que negarlos y discriminarlos? El cristiano que hoy no tenga el olfato eucarístico suficientemente desarrollado corre el riesgo de que su buena voluntad termine siendo utilizada por quienes apertrechados en sus privilegios si comprenden que la Palabra de esos pueblos contiene la semilla de una nueva creación y saben que la única manera de mantenerlos es volviendo a silenciarla.

Hoy en Bolivia el Maestro nos sale al encuentro al otro lado del lago. Pero la palabra que nos dirige desde allí no es la nuestra, no es ésa con la cual estamos acostumbrados a mirarnos nuestro propio ombligo, es la Palabra de aquellos que buscan despertarse luego de un silencio milenario. El ser humano viejo que debe morir para darle paso a uno nuevo insiste en defenderse: ¿Y qué señal puedes darnos para que, al verla, te creamos? ¿Cómo podremos ser capaces de ver las señales de lo nuevo si no nos dejamos conducir por quienes mantienen vivas todavía semillas que la vieja palabra no ha logrado corromper? Si queremos llegar con el Maestro hasta el otro lado del lago nos toca correr el riesgo del viaje, arriesgar la vida en la tormenta. Quienes desde la comodidad de la orilla pretenden juzgar a los que se atreven lo único que harán será seguir alimentándose con la comida que se acaba… siendo cómplices de la muerte.

La afirmación de Jesús de ser el pan que da vida no es palabra, es acto: El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna. La Vida no se puede anunciar, no se puede escuchar, hay que comerla y beberla. Pero el que da la Vida, el que se deja comer y beber no hace su propia voluntad sino la voluntad de su Padre que lo ha enviado. Es así como puede cumplir con su responsabilidad de no perder a ninguno de los que se le han dado. Como seguidores de Jesús de Nazaret hoy en Bolivia estamos llamados a defender la unidad, a no dejar que ninguno se pierda. Pero cumplir esa responsabilidad no es palabra, es acto, es hacer el viaje junto con los que se han subido en la barca y enfrentan la tormenta para intentar llegar al otro lado.

SER eucaristía no es “tener” fe, es vivir de la fe. Y en la práctica, el que vive de la fe tiene el alma llena de pensamientos nuevos, de nuevos gustos, de nuevos juicios; son horizontes nuevos los que se abren ante él (…) comienza necesariamente una vida totalmente nueva, opuesta al mundo, al que sus actos le parecen una locura (…) el camino luminoso por donde anda no aparece a los ojos de los hombres, les parece que quiere caminar en el vacío como un loco (Carlos de Foucauld).

Desde luego el discernimiento que nos corresponde hacer hoy no es nada fácil. Si dejamos que sea el ser humano viejo que se esconde en nosotros mismos el que decida, ciertamente no podremos ver ni escuchar los pensamientos nuevos, los nuevos gustos, los nuevos juicios, los horizontes nuevos que hoy el Maestro nos quiere comunicar desde la otra orilla de la realidad Boliviana. Como cristianos sabemos que humanamente nadie da la medida para enfrentar semejante reto, pero también sabemos que como hijas e hijos de Dios vive también en nosotros un ser humano nuevo que tiene el olfato suficientemente desarrollado como para orientarnos en medio de la oscuridad y llevarnos al puerto. También sabemos que ese olfato no es el olfato de un SER que se queda afuera, que no se compromete, sino el olfato de alguien que desde adentro se ofrece como comida y bebida, como alimento verdadero. Ese ser humano nuevo no se obedece a sí mismo, no hace su propia voluntad, obedece la voluntad del que lo ha enviado. Por eso su paso por la cruz es inevitable.

Hoy en Bolivia volvemos a ser los seguidores del hijo de un carpintero que se llamaba José, nacido en un caserío miserable, alejado de los centros de poder de un gran imperio, con tan mala fama que todos pensaban que no podía salir nada bueno de él. Su formación fue tal que sus propios vecinos lo reconocían y lo juzgaban solamente como “el hijo del carpintero”. Ese hijo de carpintero armado con la certeza que le daba su dignidad de Hijo de Dios fue descubriendo en sí mismo capacidades que lo convirtieron en una persona con poder, tanto que las multitudes quisieron hacerlo rey. Y cuando estaba en la mejor posición, cuando con un poco de organización y estrategia hubiera podido ser la cabeza de un movimiento importante en la capital misma de su país, opta por no obedecerse a sí mismo sino a alguien que llamaba mi Padre, y termina, en un gesto completamente inexplicable, ofreciendo su propia sangre y carne como alimento capaz de dar un tipo de vida no sólo abundante sino eterna. Esa fue su eficacia que más que con palabras expresó colgado en una cruz. Actuando así le heredó a sus seguidores una fuerza mayor que la del imperio.


Tiempo de Celebración


Para los cristianos la eucaristía es más que una tradición y una repetición ritual de ese acto realizado por el mismo Jesús. Así lo expresó Juan Pablo II en su Encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA:

“La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza. Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es «fuente y cima de toda la vida cristiana». «La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo». Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor. (…) Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del Triduum sacrum, es decir, el lapso que va de la tarde del jueves hasta la mañana del domingo. En esos días se enmarca el mysterium paschale; en ellos se inscribe también el mysterium eucharisticum.”


Mientras la semilla no termine de caer en tierra y muera para dar fruto, siempre nos encontramos en ese lapso que va de la tarde del jueves hasta la mañana del domingo. Pero hay momentos históricos, como el que actualmente vive Bolivia, en los que la intensidad del sentido que se juega en ese lapso se remarca doblemente. Es aquí, en medio de las oscuridades y los sobresaltos del camino, donde nos toca responder la pregunta: ¿comprendimos el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo?... Quizá no. No estamos llamados a vivir de la eucaristía como si fuéramos parásitos de un rito, estamos llamados a vivir de la eucaristía en el sentido de SER nosotros mismos eucaristía. Pero ésa, más que una experiencia individual es una experiencia de Iglesia, una experiencia de Comunidad.

¿Cómo ser comunidad, ser Iglesia, en la Bolivia de hoy, sin dejarnos arrastrar por propuestas que ofrecen estilos de convivencia que no son acordes a la dignidad que tenemos todas y todos de SER hijas e hijos de Dios, pero también sin estorbar la acción del Espíritu que quiere echar vino nuevo en cántaros nuevos? ¿Cómo vivir este momento histórico que se nos ofrece como espacio de celebración eucarística de ese tránsito misterioso y doloroso de la muerte hacia la vida? Si los cristianos no somos eucaristía ¿qué podemos aportarle a la celebración de nuestros ritos eucarísticos?

El único poder más grande que todos los imperios es el poder de la misericordia. El borrón y cuenta nueva absoluta, el milagro de volver a nacer. Pero ese poder nos lo reveló alguien que en sí mismo es la señal de una opción Divina: Jesús de Nazaret. No podemos SER eucaristía sin acompañar esa opción, sin correr en comunidad los mismos riesgos que corrió nuestro Maestro, sin realizar hoy nuestro propio tránsito eclesial de la tarde del jueves hasta la mañana del domingo. Es época de muerte, muchas muertes se fermentan en el hoy del mundo y de la humanidad, pero por eso mismo, para nosotros los cristianos es también época de vida. De vida no en el sentido de que arrinconados por el temor a lo nuevo nos constituyamos en defensores de lo viejo. De vida en el sentido de ser dóciles a las muertes que el Espíritu necesita que nosotros experimentemos para transformarnos en mujeres y hombres capaces de acoger al ser humano nuevo que ya está llegando.

Eucarísticamente hablando la realidad que atraviesa hoy Bolivia, el corazón de América Latina, es de una densidad y una riqueza infinitas. Somos, en un rincón menospreciado del imperio esa Nazaret en la que el hijo del carpintero vuelve a nacer con el rostro de muchos pueblos relegados y despreciados. No esperemos como Iglesia que ese Jesús nos hable con viejos y caducos lenguajes, no esperemos que nos repita nuestras cansadas certezas, o que nos afirme en nuestras actuales instalaciones. No estamos llamados a ser una comunidad que se conforma con ser testiga formal y muda del misterio pascual, del misterio eucarístico. Estamos llamados a SER una comunidad que encarna ese misterio, que realiza la Vida de Dios, de Dios que es novedad absoluta, en medio de un mundo cercado por la muerte.

Hay un bello mito Quechua que se expresa con la palabra Pachakuty, que significa el retorno a los periodos originarios, el vuelco total y el transito a un estado de mayor sabiduría. Y en el capítulo 13 del Evangelio de Mateo, dice Jesús: Todo maestro de la Ley que se convierte en discípulo del reino de Dios, se parece al que va a su bodega y de allí saca cosas nuevas y cosas viejas. El complemento de estas dos afirmaciones hoy en Bolivia es evidente: para ser discípulos del Reino tenemos sacar cosas viejas de nuestra bodega, retornar a los periodos originarios, vivir un vuelco total y entrar en un estado mayor de sabiduría, pero también tenemos que saber sacar cosas nuevas, atrevernos a construir lo que parece imposible, sabiendo que nuestros actos parecen una locura (…) el camino luminoso por donde andamos no aparece a los ojos de los hombres, les parece que queremos caminar en el vacío como locos…

2.02.2007

Camino Espiritual de las Hermanas y Hermanos del Sagrado Corazón de Jesús de Carlos de Foucauld

Vocación

“Lo que yo busco en este momento no es un grupo de almas que entren en un marco de vida prefijado para llevar estrictamente un género de vida bien delimitado... No, actualmente lo que busco es un alma de buena voluntad, que quiera compartir mi vida, en la pobreza, la oscuridad, sin ninguna regla fija, siguiendo su llamada, como yo sigo la mía...” (Carlos de Foucauld. Dic 3/1905)


1. Las Hermanas y Hermanos del Sagrado Corazón de Jesús de Carlos de Foucauld, están llamadas y llamados a reconocer en sus vidas la presencia y la acción misericordiosa de Dios, Señor de lo imposible, capaz de sanar todas las heridas y hacer que los últimos, según las razones humanas, sean quienes más cerca estén de su corazón y ocupen los primeros puestos en el banquete del Reino.

Reconocen la riqueza de vida infinita que han recibido gratuitamente por ser hijas e hijos de Dios, que nada ni nadie les podrá quitar.

Acogen y celebran esa riqueza de vida que gratuitamente se les da y afirmándose en ella, sin hacer ningún caso de sus propios límites y defectos humanos, la ofrecen a los demás, gritándola con toda su vida, para que ellos puedan también reconocerla y ser felices como el corazón de Dios desea que lo sean.

2. La vida escondida que eligió Dios vivir en Jesús de Nazaret, les invita a reconocerse también como habitantes de ese Nazaret santificado por la presencia silenciosa y discreta de Dios encarnado.

3. Acogen el don de su propio Nazaret santificado y lo santifican ellos mismos por su comunión con ese gesto amoroso de Dios en la Encarnación.

4. Se abren al deseo de Dios que quiere vivir en sus corazones los mismos sentimientos que vivó el Corazón de Jesús en Nazaret.

Por eso buscan estar presentes, como Él lo estaría, en medio de todas las situaciones personales, familiares y sociales que les corresponda vivir.

5. Se niegan a sí mismos, como Dios se negó a sí mismo en Jesús de Nazaret, no por debilidad, o piedad, o moralismo, sino para afirmar en ellos la fertilidad de las hijas y los hijos de Dios.

6. Acompañan a su Hermano Mayor, Jesús, en su camino, que no es camino de esclavitud, debilidad y muerte, como puede parecerle a los ojos humanos, sino camino de liberación, de poder y de vida.

7. Y llegan con Él hasta la mesa de su Última Cena, y ofreciendo allí junto con Él el pan y el vino de sus propias vidas, todo lo bueno y todo lo malo que pueda haber en ellas, aceptan pasar por la Cruz y por la Muerte para transformarse en Eucaristía y darle a sus vidas una plenitud y una eficacia divinas.

Los que fuimos sumergidos por el bautismo en Cristo Jesús, fuimos sumergidos en Él para participar de su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo para compartir su muerte, y así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, también nosotros hemos de caminar en una vida nueva. (Rom 6, 4-5)

8. Las Hermanas y Hermanos del Sagrado Corazón de Jesús de Carlos de Foucauld están llamadas y llamados no a “tener” fe sino a vivir de ella:

“El que vive de la fe tiene el alma llena de pensamientos nuevos, de nuevos gustos, de nuevos juicios; son horizontes nuevos los que se abren ante él (...) comienza necesariamente una vida totalmente nueva, opuesta al mundo, al que sus actos le parecen una locura (...) el camino luminoso por donde anda no aparece a los ojos de los hombres, les parece que quiere caminar en el vacío, como un loco...” (Carlos de Foucauld. Nazaret Nov 9/1897)

9. Se esfuerzan por llevar una vida totalmente nueva, opuesta al mundo, por transformar su Ser en Eucaristía, para dar testimonio de que allí donde los límites humanos dicen que no hay nada, hay en realidad un camino luminoso que se puede transitar.

10. No pueden hacer visible el camino por el que avanzan porque sólo se puede ver desde el interior de una experiencia de fe, pero su vida, que puede parecer una locura, si puede despertar en los otros el gusto por algo que está más allá y que hace posible la vida en el centro mismo de la muerte.

11. Para ellas y ellos Ser Eucaristía es la respuesta definitiva de Dios a todas sus búsquedas humanas.

Pero no es una respuesta teórica sino una invitación a ponerse de rodillas, porque lo que Dios les propone no es que “comprendan” sino que asuman, que multipliquen la eficacia eucarística sobre el mundo mediante el ofrecimiento eucarístico de sus propias vidas.

Ámense los unos a los otros como yo los he amado... Jn 13, 34

12. Este ofrecimiento eucarístico de sus vidas los invita a vivir en cada uno de sus encuentros humanos, a la manera de la Virgen María, el gozo de saber que son sus propias entrañas las que acogen y comunican al Salvador.

13. No tratan primero de creer en la eucaristía, ni de adorar la eucaristía, ni de asistir a la celebración de la eucaristía, sino que se esfuerzan por Ser ellos mismos eucaristía.

Por creer en ella, adorarla y celebrarla en su manera de vivir los acontecimientos que la vida les impone, como seres humanos resucitados que han empezado ya una vida nueva.

Participan con gozo y fe, en la celebración y la adoración de la eucaristía que Cristo resucitado vive en su cuerpo místico, la Iglesia.

14. Como hijas e hijos se dejan alimentar por el magisterio de la Iglesia y velan junto con ella haciendo caso de la interpelación de Jesús en el Huerto de Getsemaní: ¿Cómo pueden dormir? Levántense y oren para que no caigan en la tentación. (Lc 23, 46)

15. El fruto que están llamados a dar no es una construcción exterior a ellos mismos. Su seguridad y su felicidad nacen de saber que lo que está sucediendo en sus entrañas es YA el fruto.

16. Se vacían de sí mismos en un gesto de confianza total y colocan toda su vida en las manos de Dios para que sea Él quien les indique su lugar.

Y cuando están allí, en el lugar donde han sido llevados por el Espíritu, dejan que su Ser sea su eficacia, se ocupan de lo fundamental, el Reino de Dios y su Justicia, y esperan que el resto se les dé por añadidura.


Misión

“Nada de raro ni de extraordinario encontrará usted en el padre De Foucauld, sino una fuerza irresistible que empuja, un instrumento duro para una ruda tarea (...) firmeza, deseo de ir hasta el final en el amor y en la entrega, de sacar todas las consecuencias, nunca desánimo, nunca (...) todas las objeciones que se le ocurren, ¡cuántas veces se me han ocurrido¡ Sólo me he rendido ante la experiencia, y tras largas pruebas (...) ¡Déjele ir y vea¡”
(P. Huvelín. Ag 25/1901)

17. Las Hermanas y Hermanos del Sagrado Corazón de Jesús de Carlos de Foucauld son llamadas y llamados a ponerse de pie en el Nazaret en el cual la vida los haya criado y anunciar que el Espíritu de Dios está sobre ellos y los ha ungido para llevar buenas noticias a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos, para devolver la vista a los ciegos, para liberar a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4, 18-19).

18. Viven todos los acontecimientos de su vida personal, familiar y de su pueblo, esforzándose por ser testigos agradecidos de la manera como Dios sana todas las heridas y construye la vida en medio de la muerte.

Pero no sólo se esfuerzan en ser testigos sino que hacen todo lo que pueden hacer, usando al máximo sus talentos humanos, para afirmar y fortalecer esa construcción sanadora y liberadora de Dios, luchando permanentemente contra la tentación de creerse ellos mismos los constructores.

19. No olvidan nunca que como hijos e hijas de Dios son plenamente responsables y deben tomar todas las iniciativas que estén a su alcance para construir un mundo en el que efectivamente los últimos sean los primeros, tal y como sucede en el corazón del Padre, y como debe suceder en su propio corazón de Hermanas y Hermanos Laicos del Sagrado Corazón de Jesús de Carlos de Foucauld.

20. Hacen todo lo humanamente posible pero como su vocación no los llama a una eficacia solamente humana sino eucarística, viven un proceso constante, individual y comunitario, de discernimiento y educación espiritual, que les permita dejarse conducir y modelar por la sabiduría divina.

21. Se abren a las novedades del Espíritu que puede construir, sanar y liberar de formas que a ellas y ellos mismos les pueden parecer humanamente incomprensibles.

22. No buscan intencionalmente ningún tipo de fracaso o de ineficacia humana, pero no evitan en su camino con Jesús de Nazaret el paso doloroso y oscuro de la Cruz, de la semilla que debe morir para dar fruto.

23. Su vocación los empuja a buscar con pasión en cada hecho de su vida personal, familiar y de su pueblo, la forma concreta de vivir su obediencia eucarística, porque saben que es así como pueden participar eficazmente en la construcción del Reino de Dios.

24. Una obediencia eucarística que inevitablemente pasa por la negación de sí mismos, y que los llevará a asumir actitudes que vistas desde fuera de una experiencia de fe pueden parecer negligencias, infidelidades o cobardías.

25. A pesar de todas sus inevitables contradicciones y vacilaciones humanas, intentan no quedarse nunca a medio camino. Su obediencia eucarística los empuja, como al Hermano Carlos, a buscar una manera de ir siempre hasta el final en el amor y en la entrega, de sacar todas las consecuencias.

26. Su testimonio, su Ser que busca adecuarse cada vez más al ritmo y a la manera como Dios construye, hace que sin salir del mundo no sean del mundo y con su presencia defiendan de la acción del maligno el corazón de todas las situaciones en las que deban intervenir. (Jn 17, 14-15)

27. Quizá muchas veces la necesidad de sobrevivir y sostener a sus familias les obligue a participar en iniciativas y trabajos humanos que les impidan cualquier forma de expresión de su fidelidad profunda al ritmo y a la manera como Dios construye.

Tal vez tengan que asumir condiciones de trabajo y de vida abiertamente injustas y opresoras, en medio de las cuales no podrán hacer nada distinto a callar y obedecer.

En esas circunstancias extremas están llamados y llamadas a transformar su impotencia en misericordia.

Su respuesta será la misma que la de Jesús de Nazaret ante la cadena de injusticias con las que fue llevado hasta la cruz. Aparentemente se calló, se resignó, no luchó, pero en realidad estaba enfrentando y derrotando al mal, no en sus manifestaciones externas sino en su raíz: el corazón del hombre.

Desde la condición de víctima torturada y condenada injustamente, y ante la ceguera de quienes lo interpelaban diciendo: ya que salvó a otros que se salve a sí mismo (Lc 23, 35) pidió perdón por sus verdugos porque no sabían lo que hacían (Lc 23, 34).

28. Por eso, aún en medio de sus inevitables luchas por obtener para ellos, para sus familias y para su pueblo condiciones de vida más dignas y justas, ofrecen sus vidas para que Dios vuelva a demostrar en ellas, como lo hizo en la vida de Jesús de Nazaret, que el extremo del amor, la justicia, no podrá ser nunca el resultado de cálculos y organizaciones humanas sino el resultado de la misericordia.

29. En el secreto más íntimo de su propio ser, al interior de sus familias y caminando codo a codo con su pueblo, deben tener el coraje de anunciar como Buena Noticia, lo que a los ojos humanos parece ser el silencio y la impotencia de Dios ante el mal del mundo.

30. Pero todo su ser debe también dar testimonio de que su comunión con ese aparente silencio e impotencia de Dios los hace plenamente humanos y felices, aun viviendo en medio de circunstancias profundamente inhumanas y dolorosas.

Pueden llegar a ser destruidos pero no pueden ser alcanzados por la muerte. Su destrucción no es un regreso a la nada ni una claudicación ante el mal. Es el paso de la semilla que con su muerte hace posible la fertilidad.


“El Padre me ama porque yo mismo doy mi vida,
y la volveré a tomar. Nadie me la quita, sino que yo mismo
la voy a entregar. En mis manos está el entregarla, y también el recobrarla...” (
Jn 11, 17-18)

31. Su Misión es defender la vida y la cumplen no porque sean especialmente fuertes, o porque tengan una sabiduría humana que les diga cómo hacerlo, sino porque dejan que en ellos suceda de manera gratuita tal y como Dios lo desea, porque no la estorban, porque son dóciles al camino misterioso que ella usa para circular en medio de la muerte y repetir el milagro de la fertilidad.

32. Perseveran porque saben que:

“En el momento en que Jacob está de camino, pobre, solo, cuando se acuesta en la tierra desnuda, en el desierto, para descansar tras un largo camino a pie, en el momento en que está en esa dolorosa situación del viajero aislado, en medio de un largo viaje en país extranjero y salvaje, sin refugio, en el momento en que se halla en esa triste condición es cuando Dios lo colma de favores incomparables...”
(Carlos de Foucauld)


Oración

“Todo lo que no es la simple adoración del Amado, lo veo de tal modo igual a cero, que se me caen las manos apenas dejo el pie del sagrario”. (Carlos de Foucauld)

33. Las Hermanas y Hermanos del Sagrado Corazón de Jesús de Carlos de Foucauld, en su camino de oración están llamadas y llamados a llegar al extremo de percibir con el Hermano Carlos que la simple adoración del Amado es no sólo la fuente que alimenta todas sus acciones, sino la acción humana más eficaz que pueden realizar.

Y es acción porque después de haber amado a los suyos que están en el mundo, son empujados a amarlos hasta el fin, y es en el silencio y en la quietud de la adoración, cara a cara con Dios, sin ningún intermediario, donde pueden llevar a cabo el hundimiento definitivo de su Ser en el misterio de la eficacia del amor divino.

34. La eficacia del amor divino es la que desarrolla su Ser de hijas e hijos de Dios, y los hace capaces de participar eficazmente en la construcción del Reino de Dios y su justicia en el mundo.

“Yo soy muy feliz; no me alejo apenas del Sagrario: ¿Qué puedo desear más y encontrar mejor? La soledad no me pesa para nada, al contrario, me resulta muy dulce, tan dulce que si buscara mi consuelo, no la rompería jamás”. (Carlos de Foucauld)

35. Se alimentan con el cuerpo y la sangre de Jesús que a través de la celebración de la eucaristía en la Iglesia el mismo Jesús les ofrece cada día, y piden allí la gracia de ser fieles a su vocación de ser ellos mismos eucaristía en medio del mundo.

36. En el silencio y en la quietud de la adoración eucarística se realiza en ellas y ellos la misma transformación que se llevó a cabo en Jesús de Nazaret luego de entregarse a sí mismo, su cuerpo y su sangre, para ser comido y bebido por sus discípulos.

Pero no llegan allí por pura creencia o devoción sino que son conducidos por el Espíritu. Él reconoce que ellas y ellos acogen su vocación, y tienen el deseo sincero de ser fieles a la misión a la cual se los envía.

No llegan a ponerse de rodillas ante el Sagrario con las manos vacías, sino llevando su realidad humana de cada día molida, amasada y hecha pan por la fidelidad a su opción de Ser eucaristía.

37. Su oración es una forma de expresar que su manera propia de comulgar con el cuerpo y la sangre de Jesús es haciéndose ellos mismos materia consumible y bebible.

Aceptan dar en la fe ese paso que los hunde en una oscuridad inexplicable, y se vacían de sí mismos para que Dios los utilice como le plazca y sirvan a su proyecto de inundar con misericordia todos los rincones de las realidades humanas, y del universo entero.

38. Quien se vive a sí mismo como eucaristía no puede “hacer” oración: Es oración.

Quien “hace” oración realiza un esfuerzo voluntarioso para salir de sí mismo y dirigirse a un objeto exterior.

En cambio, quien Es oración se acepta plenamente, acepta con gusto su realidad de hija o hijo de Dios, no lucha consigo mismo sino que suelta su humanidad, con absoluta confianza, en las manos de Dios, que espera solamente un si para intervenir y derramar abundante gracia.

Y con la nueva mirada de fe que la gracia recibida despierta en ellas y ellos, saben reconocer en cada realidad, oscura o luminosa, feliz o sufriente, un sagrario que los invita a ponerse de rodillas y adorar.

39. En su oración aprenden a reconocerse y aceptarse a sí mismos, a sus familias, y a su pueblo, como habitantes de ese Nazaret santificado por la presencia silenciosa del Dios encarnado.

Y se disponen para regresar a sus vidas cotidianas a responder amor con amor, dejándose conducir por el Espíritu que quiere que ellas y ellos se encarnen en su propia realidad de la misma manera y con la misma eficacia que Jesús en Nazaret.

40. La unidad entre su fe y su vida es una responsabilidad que toca desde luego todas sus opciones y responsabilidades humanas, pero en última instancia es un misterio que sólo la voluntad de Dios conoce y puede realizar.

Por eso su oración es una solicitud permanente de luz, un esfuerzo de discernimiento, pero también es una forma de aceptación, dolorosa y gozosa al mismo tiempo, de todo aquello que siendo voluntad de Dios contradiga sus luces y sus opciones humanas.