9.22.2006

Monjes hoy

“Por monje, monachos, entiendo aquella persona que aspira alcanzar el fin último de la vida con todo su ser, renunciando a todo lo que no sea necesario para ello, es decir, concentrándose en este único y singular objetivo. Precisamente esta singularidad, o más bien la exclusividad del fin que rehúsa todos los demás fines subordinados, aunque legítimos, distingue al camino monástico de todos los demás caminos espirituales hacia la perfección o salvación. El monje se encuentra como mínimo en el deseo de ser liberado, y está tan concentrado en eso que renuncia a los frutos de su acción, distinguiendo lo real de lo que no lo es, y por eso está dispuesto a seguir la praxis necesaria. Si en cierto sentido se supone que todo el mundo aspira al fin último de la vida, el monje es el más radical y exclusivo en su cometido. Todo lo que no sea medio hacia ello es ignorado; todo lo que no sea el camino es marginado.”

“Mi hipótesis es que lo monacal, es decir, el arquetipo del cual el monje es una expresión, corresponde a una dimensión de lo humanum, de modo que todo ser humano tiene potencialmente la posibilidad de realizar esa dimensión. Lo monacal es una dimensión que tiene que ser integrada a otras dimensiones de la vida humana para conseguir lo humanum. No sólo de pan vive el hombre.”

“Me hago eco de la tradición que ve al monje como un ser solitario (no un aislado), viviendo quizá en una familia (espiritual), pero no como miembro de un mundo encerrado en sí mismo. La vocación monástica es esencialmente personal.”

“Creo que la tarea monástica más urgente hoy es buscar a Dios por los caminos de la política, la sociedad, la economía, la ciencia y la cultura, y no buscarlo perpetuando instituciones automarginadas y apolíticas, olímpicamente distanciadas de las cuestiones económicas, que rehúsan con aires de superioridad las disputas científicas, y se proclaman refinadamente supraculturales. Un Dios así sería una abstracción, no un Dios viviente ni ciertamente (en el ejemplo de la tradición judeo-cristiana-islámica) el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob”.

“Primero: necesidad de formación. El primer paso hacia la formación es una in-formación autentica. Las tradiciones monásticas, en general, no tienen suficiente conocimiento del estado del mundo, el cual empeora y se debilita de día en día. Con esto no quiero decir que deban ser informados, a través de los medios modernos de comunicación o periódicos, de la última noticia de lo que está ocurriendo en algún lugar, etc., que sólo serviría para distorsionar la visión y la perspectiva genuina de la aventura global de la realidad en su camino hacia el centro, hacia su destino como quiera que lo interpretemos. Pero hay una gran falta de información. Esta arrogante despreocupación o desinterés o indiferencia ante las cuestiones del mundo, actualmente sólo puede aparecer como la menos monástica de las virtudes, ya que fomenta la crueldad de la indiferencia, la insensibilidad y la ignorancia culpable. Muchos anacoretas de tiempos antiguos se hicieron cenobitas con el fin de ser medios de edificación para sus hermanos.

Quizá los nuevos monasterios deberían ser centros donde se estudie y se cultive la verdadera “construcción” del mundo.

Segundo: un estudio contemplativo o una aproximación profunda a estos problemas, de modo que no se consideren como simples cuestiones técnicas o como simples datos informativos, científicos o logísticos. Los dilemas globales de hoy no están sujetos a soluciones inmediatas o técnicas, así que todo lo que hemos estado diciendo aquí acerca de la contemplación debería tener un apoyo directo en el modo como abordamos los problemas humanos urgentes de la vida de cada día: sociedad, política, ciencia, cultura, etc.

Debería surgir una metodología sui generis que integre la actividad de la contemplación y la vida de acción contemplativa. No quisiera que se interpretasen mal mis palabras como si tal estudio se tuviese que reducir sólo a cuestiones sociológicas. Un conocimiento en profundidad de la propia tradición, por ejemplo, es igualmente imperativo. Además, ya no podemos conocernos a nosotros mismos correctamente sin conocer a nuestros vecinos, e incluso sus opiniones sobre nosotros. El conocimiento de otras tradiciones espirituales es también un imperativo monástico.

Tercero: una invitación a la acción. Para el monasticismo, invitar a la acción no significa activismo o un simple politiqueo.

(…)

El monasticismo tradicional convertía los monasterios en un politeuma (pertenencia al cuerpo social, unidad política), un modelo de comunidad en simbiosis con el mundo del entorno. Pero lo que una vez fue simbiosis puede convertirse en parasitismo si no se restablecen la comunicación y la comunión. Esta visión del monje se puede interpretar como idealista y utópica. Me reconfortó leer en el suplemento de la Nueva Enciclopedia Católica (1979) que el “instinto monástico es profético”. Sin querer identificar los dos carismas, no se puede negar que el nuevo monje ya no se siente satisfecho con una fuga mundi e intenta realizar una consecratio mundi de forma muy especial, una consagración de las estructuras espacio temporales: lo que he llamado secularidad sagrada.

Y aquí me siento impulsado a hacer una propuesta concreta a la luz de todo lo que hemos dicho. Va en contra de mi estilo, porque la historia demuestra que las cuestiones de este calibre no pueden ser resueltas organizando comisiones, sino más bien con el esfuerzo y la experiencia de unas pocas almas valientes. Quisiera transmitir la urgencia de construir una comisión o un grupo, o un simposio sobre la formación monástica en nuestro mundo contemporáneo. Esto podría quizá crear la atmósfera propicia para que se produzca un cambio más existencial. El tiempo no puede estar ya más maduro.

“La crisis de nuestro período contemporáneo y al mismo tiempo su más grande oportunidad y vocación es comprender que el microcosmos humano y el macrocosmos material no son dos mundos separados, sino una y la misma realidad cosmoteándrica, de la cual, precisamente, la tercera dimensión “divina” es el vínculo unificador entre las otras dos dimensiones de la realidad”.
(Raimon Panikar)

Es un hecho que hoy esas pocas almas valientes, donde estén, a pesar de la insipiencia de sus búsquedas y resultados, están llamadas a posponer de alguna manera su necesidad y deseo (eremítico) de soledad y aceptar un compromiso comunitario (cenobítico), poniendo todos sus esfuerzos y experiencia al servicio de la edificación de sus hermanos, intentando ser educadores-formadores de ese nuevo tipo de ser humano (monástico) capaz de realizar un verdadero estudio contemplativo de la realidad, generando espacios (“centros”) donde se cultive la verdadera «construcción» del mundo, y creando la atmósfera propicia para que se produzca un cambio más existencial. Sin embargo, esta aparente claridad no lo es tanto cuando se está en medio de la realidad y se intenta construir. Hace falta ciertamente renunciar a algo y atreverse a las comisiones, pero hacerlo de tal forma que no volvamos a caer en otros discursos que pretenden manipular desde afuera la realidad y no logran producir un cambio realmente existencial. Y no es fácil. Hace ya mucho tiempo que estamos estancados ahí, porque nosotros mismos, lo que somos, es la trampa. Lo que habría que hacer es dejar surgir una metodología sui generis que integre la actividad de la contemplación y la vida de acción contemplativa, que nos permita dejarnos llevar por la urgencia de construir una comisión o un grupo, o un simposio sobre la formación monástica en nuestro mundo contemporáneo, pero manteniendo por lo menos la mitad del ser fuera de ese movimiento, intentando sumar el propio esfuerzo y experiencia individuales al de las pocas almas valientes que se enfrentan, arriesgando cada día su propia identidad, al verdadero calibre de estas cuestiones. Y en este sentido, la forma un poco «clandestina» como Carlos de Foucauld vive su vocación monástica al interior de una opción radical por la construcción de Fraternidad, es un aporte muy pertinente -de mucho calibre- para encontrar respuestas eficaces y equilibradas. En la práctica, la espiritualidad de Nazaret consiste en entrar en comunión con el gesto amoroso de Dios en la Encarnación. Esta no es una exigencia teórica, o moralista, o voluntarista, o afectiva, o ideológica: es una exigencia de ritmo. Y es la manera de ser de Dios en Jesús de Nazaret la que nos enseña el ritmo propio de nuestra vocación. Llamamos ritmo a los movimientos que, con todo nuestro ser, debemos realizar para llegar a SER Eucaristía. Es la manera concreta de vivir nuestra vocación contemplativa eucarística. (Algunos sinónimos de la palabra ritmo que pueden ayudar a una comprensión mayor, son: sinfonía, simetría, regularidad, equilibrio, compás, acento, cadencia…) La Fraternidad de las Hermanas y Hermanos del Sagrado Corazón de Jesús de Carlos de Foucauld es una familia espiritual llamada a vivir en su interior una diversidad de parentescos espirituales. Para nosotros Nazaret, más que una forma, un estilo de vida determinado y establecido de antemano al cual haya que ser fieles de manera rígida y estricta, es un ritmo propio que cada persona está llamada a descubrir en y por sí misma, a través del cual puede realizar su vocación eucarística. Para nosotras y nosotros vivir Nazaret no es hacernos responsables de un estilo de vida universalmente establecido, supuestamente muy valioso, que se tendría que proteger y dispensar de una manera «correcta». Es más bien la invitación a dejarnos recrear, nacer de nuevo hoy, reconociendo en nuestras vidas la presencia y la acción misericordiosa de Dios, Señor de lo imposible, capaz de sanar todas las heridas (C. E.1). La aventura espiritual de Carlos de Foucauld, los frutos de su fidelidad al Espíritu más allá de sus propias limitaciones humanas, nos enseña que la espiritualidad de Nazaret está llamada a nutrirse con plena libertad de todo lo que le permita, según las circunstancias, desarrollar su eficacia espiritual. Sin esa libertad las intuiciones espirituales de Carlos de Foucauld pierden su fertilidad. Vivir Nazaret es establecer canales de comunicación para dejarse fecundar, para llegar a SER hombres y mujeres que acogen y celebran la riqueza de vida que gratuitamente se les da y afirmándose en ella, sin hacer ningún caso de sus propios límites y defectos humanos, la ofrecen a los demás, gritándola con toda su vida, para que ellos puedan también reconocerla y ser felices como el corazón de Dios desea que lo sean (C. E. 1). La apertura al deseo de Dios que quiere vivir en nuestros corazones los mismos sentimientos que vivó el Corazón de Jesús en Nazaret (C. E. 4), hace que nuestra vocación sea contemplativa, eucarística, y también monástica, porque El fruto que estamos llamados a dar no es una construcción exterior a nosotros mismos. Nuestra seguridad y felicidad nacen de saber que lo que está sucediendo en nuestras entrañas es YA el fruto (C. E. 15). Nuestro testimonio, nuestro Ser que busca adecuarse cada vez más al ritmo y a la manera como Dios construye, hace que sin salir del mundo no seamos del mundo y con nuestra presencia defendamos de la acción del maligno el corazón de todas las situaciones en las que debamos intervenir. Jn. 17, 14-15. (C. E. 26). El convencimiento de que lo que está sucediendo en nuestras entrañas es YA el fruto no nace de ninguna autosuficiencia humana: es un don que se nos hace. Es el tesoro de nuestra propia santidad al cual accedemos mediante la opción de SER eucaristía. Afirmados en ese don nos atrevemos a vivir los acontecimientos que la vida nos impone, como seres humanos “resucitados” que han empezado ya una vida nueva (C. E. 13). Desde luego, cuando decimos que Nazaret no es un estilo de vida preestablecido al cual debamos ajustarnos mecánica y rígidamente, no pretendemos afirmar que la espiritualidad de Nazaret se pueda vivir de cualquier manera. Como Fraternidad de Hermanas y Hermanos del Sagrado Corazón de Jesús de Carlos de Foucauld, estamos llamadas y llamados a vivir Nazaret dándole a nuestro SER un equilibrio humano y espiritual que surge principalmente de la utilización, o más bien del «cocimiento» propio y original -en cierta medida y proporción- de los ingredientes que la espiritualidad cristiana ha venido desarrollado a lo largo y ancho de su historia. Decimos que nuestra vocación es contemplativa, eucarística y monástica, para afirmar al mismo tiempo algo viejo y establecido y algo nuevo que todavía busca los lenguajes, las formas y estructuras que le permitan explicitar y afirmar su propia identidad. Con mucho gozo nos sentimos llamadas y llamados a alimentarnos de las riquezas contemplativas, eucarísticas y monásticas que la vida de la Iglesia ha acumulado en su interior. Nuestro punto de partida, más que pretender algún tipo de aporte original que pudiera sumarse a esa gran riqueza, es determinar en qué medida y de qué manera vamos a integrar en nuestro SER esos diferentes ingredientes para «cocinar» el alimento espiritual que nos dará la identidad vocacional a que estamos llamadas y llamados en el mundo y las circunstancias de hoy. Sin embargo, no podemos desconocer que el mundo y las circunstancias de hoy aportan a la construcción de lo humano y lo espiritual ingredientes novedosos que ningún otro momento de la historia ha conocido, y que hace parte de nuestra responsabilidad humana y espiritual, de nuestra «encarnación», integrar en nuestro SER esas novedades de la forma como en nosotras y nosotros quiera hacerlo el Espíritu. La mayoría de las notas con las cuales estamos llamadas y llamados a componer nuestra sinfonía espiritual son antiquísimas, pero parados, encarnados, en el mundo y las circunstancias de hoy, no podemos recaer en composiciones del pasado. Esa no sería vida sino muerte. Tenemos que ser capaces de intuir, en medio de la noche y de un aparente caos, los sonidos que responden a las búsquedas espirituales de los seres humanos que somos hoy; y tenemos también que ser capaces de integrar los sonidos tradicionales y los nuevos sonidos que desde ese hoy se nos ofrecen (o se nos imponen) como novedad radical, y hacer de nuestro propio SER, viviendo ya como resucitados, el lugar donde esa totalidad se ordena y se integra, dejando que el Espíritu le de forma que quiera a nuestra identidad nazarena. Es así como hoy estamos llamadas y llamados a ser contemplativos, eucarísticos y monásticos. El Espíritu no inventa: responde. Responde a través de las vocaciones que dispensa. Y al responder integra, reconcilia, corrige, restaura. Nuestra vocación es al mismo tiempo la explicitación y el reconocimiento de algo que ya vivimos de alguna manera quienes estamos siendo llamados a ella, por lo menos al nivel de nuestros deseos más profundos, y también es una respuesta que el Espíritu le da desde nuestro SER, desde el Ser que Él realiza en nosotras y nosotros, a las búsquedas más urgentes y esenciales de los seres humanos de hoy. La identidad contemplativa nos llama a vivir una unidad dentro de la cual nuestro SER y nuestro hacer son una misma cosa. Lo que somos es lo que hacemos. Pero la fidelidad a ese llamado nos obliga a aceptar la oscuridad de «no saber» cuáles son nuestras verdaderas consecuencias, «no saber» qué es lo que el Espíritu a través de nosotros le aporta a la construcción de lo humano a imagen y semejanza de Dios. Ese vacío, ese silencio, ese no saber, son gestos proféticos en medio de un mundo en el que las causas y los efectos, las ganancias y los beneficios, son lo primero que se calcula. Es así como somos hojas en blanco para que Dios escriba en ellas su historia sagrada. Ese abandono pudiera ser entendido a primera vista como un desentendimiento, como una falta de compromiso, o como una manera egoísta y narcisista de centrarnos en nosotros mismos. Sin embargo, sólo nuestra propia divinidad nos permite liberarnos de las falsas imágenes de lo humano a las que inevitablemente estamos sometidos mientras no nos atrevamos a dar un paso radical fuera de nosotros mismos. Todo compromiso humano que no pase antes por ese vacío, por ese silencio, por ese «no saber», no es más que una multiplicación cancerosa de nuestros talentos espirituales. Pero, irónicamente, inexplicablemente, la negación radical, dar realmente ese paso fuera de nosotros mismos, lo que hace es colocarnos en nuestro verdadero centro. Mientas permanecemos en nosotros mismos no somos nosotros mismos y no podemos actuar. Sólo cuando salimos ocupamos nuestro verdadero Ser y sólo ahí podemos afirmar que hemos hecho algo, aunque nuestro nivel de responsabilidad con respecto a ese algo se juega en un fondo que aunque lo «somos» no lo podemos alcanzar con nuestra sola humanidad. En términos de divinidad, de nuestra propia divinidad, no podemos hablar de narcisismo porque la plenitud lo abarca todo, no puede generar ninguna imagen de sí misma frente a la cual cuestionarse, simplemente ES.


9.18.2006

Monjes

Thomas Merton termina su introducción a un pequeño libro que recoge algunos “Dichos de los Padres del Desierto”, monjes del siglo IV, con estas palabras:

“Los hombres sencillos que vivieron sus vidas hasta una edad avanzada entre las rocas y la arena, lo hicieron sólo porque habían venido al desierto para ser ellos mismos, su ser ordinario, y para olvidar un mundo que los apartaba de sí mismos. No puede haber otra razón válida para buscar la soledad o para abandonar el mundo. Y así, abandonar el mundo es, de hecho, ayudar a salvarlo al salvarse uno mismo. Este es el punto decisivo, y es un punto importante. Los eremitas coptos, que dejaban el mundo como quien huye de un naufragio, no intentaban sólo salvarse ellos mismos. Sabían que no podían hacer nada por los demás mientras permaneciesen debatiéndose en el naufragio. Pero una vez que conseguían un punto de apoyo en terreno sólido, las cosas eran diferentes. Entonces tenían no sólo el poder sino incluso la obligación de tirar del mundo entero para ponerlo a salvo tras ellos.

Esta es su paradójica lección para nuestro tiempo. Tal vez fuese demasiado decir que el mundo necesita otro movimiento como el que condujo a estos hombres a los desiertos de Egipto y Palestina. El nuestro es ciertamente un tiempo para solitarios y eremitas. Pero la mera reproducción de la simplicidad, austeridad y plegaria de aquellas almas primitivas no es una respuesta completa o satisfactoria. Debemos trascenderlos, y trascender todos aquellos que, desde su tiempo, fueron más allá de los límites que ellos fijaron. Tenemos que liberarnos, a nuestra manera, de las implicaciones de un mundo que se precipita en el desasatre. Pero nuestro mundo es diferente al suyo. Nuestro compromiso con él es más completo. Nuestro peligro es mucho más desesperado. Nuestro tiempo es, quizá, más corto de lo que pensamos.

No podemos hacer exactamente lo mismo que ellos hicieron. Pero hemos de ser tan concienzudos e implacables en nuestra determinación de romper todas las cadenas espirituales, y desechar el dominio de coacciones ajenas, para encontrar nuestro verdadero ser, para descubrir y desarrollar nuestra inalienable libertad espiritual y emplearla en construir, en la tierra, el Reino de Dios. No es éste el lugar para especular lo que nuestra elevada y misteriosa vocación pueda traer consigo. Todavía se desconoce. Sea para mí suficiente decir que necesitamos aprender de estos hombres del siglo IV cómo ignorar prejuicios, desafiar coacciones y adentrarnos sin miedo en lo desconocido”.

9.07.2006

Hijos

Un hijo es siempre, de una o de otra manera, la consecuencia del tipo de relación que viven sus padres. No es el resultado de un aporte, por muy fuerte y grande que éste pueda ser, ni es la sumatoria más o menos mecánica de dos aportes: es el fruto de la relación establecida entre esos dos aportes. Más que los aportes en sí mismos pesa la relación que establecen. Es imposible dispensar a un hijo de las consecuencias de la relación que lo trajo al mundo. Por eso para ser buen padre o buena madre no hace falta tener muchos talentos, mucho que aportar, basta con saber relacionarse. De hecho, algo de lo peor que le puede suceder a un hijo es tener padres que pongan el acento en los talentos que ellos le pueden aportar (y que a él se le impone el deber de desarrollar) y no en la calidad de su relación de pareja. La calidad humana de un hijo no puede ser sino una añadidura, una consecuencia inevitable de la calidad de relación que viven sus padres. La única manera de por lo menos atenuar en los hijos las propias deformidades, es haciéndose a un lado y dejando que los otros sean también su padre y su madre. Obviamente, no en el sentido de renunciar a la propia responsabilidad, ni de abrir ingenuamente la puerta al primer aparecido. Esos otros son los otros con los que formo una comunidad, mi comunidad, mi verdadera familia. De hecho, la única que puede formar a un ser humano es una comunidad. El que asume la responsabilidad de educar tiene que hacer pasar lo que sea necesario que pase, pero sin estar ahí desde el principio.