9.07.2012

Eucaristía y Eficacia...

Desde el punto de vista de su propio itinerario, el itinerario de Jesús de Nazaret, la eucaristía y la muerte en la cruz son más una condición de eficacia que un sacrificio. Una vez que aprende en sí mismo el fracaso inexorable de todas las construcciones humanas (Todas sus posibles opciones están contaminadas, terminan abriéndole la puerta al «diablo», al mal…) comprende que la posibilidad de una construcción no contaminada, divina, lo obliga a implicarse de una manera que supera y subvierte todas las lógicas humanas: ofreciendo su cuerpo y sangre para que sean comida y bebida; no porque se le imponga desde afuera ese sacrificio sangriento sino porque es la única forma de responderse, de cumplirse a sí mismo, de hacer nuevas todas las cosas. Por eso cuando hablamos de una vida eucarística hablamos más de una vida de eficacia que de una vida de sacrificio. Vista desde afuera quizá tenga la forma de sacrificio, pero desde adentro su forma es la realización más plena de nuestra propia humanidad, que no sólo es humanidad sino divinidad. En medio de su gesto de obediencia que implica la entrega total de sí mismo, Jesús nunca se resigna, es lúcido hasta el final.

9.06.2012

Somos las cuerdas vocales que hacen posible la modulación de la Palabra… nada más

No hay manera de decir una palabra diferente al hecho de decirnos a nosotros mismos. La palabra somos nosotros, ésa es la tarea. Tenemos que ser la imagen sagrada que estamos llamados a ser para que podamos ser usados como necesiamos y queremos serlo. Lo que debe salir de nosotros, nuestro aporte a la construcción, no puede ser más que una consecuencia inevitable, un rebalse, una añadidura. Todo trabajo es en realidad una interferencia, un estorbo, pero la ironía de nuestra identidad divina, la consecuencia de nuestra caída, es que sin trabajo es imposible revelarla. La mayor parte de todo tenemos que gastarla haciendo algo que en realidad es un estorbo y haciéndolo de tal manera que no deje de ser precisamente eso,un estorbo, es decir, impidiendo la formación de un ídolo. El enviado no debe llevar nada diferente a sí mismo para que el mensaje pueda pasar a través de él y comunicarse. Somos las cuerdas vocales que hacen posible la modulación de la Palabra… nada más.

5.20.2011

Monjes Somos Todos


San Basilio, uno de los padres de la Iglesia, es definido por los textos litúrgicos bizantinos como una «lumbrera de la Iglesia». Fue obispo en el siglo IV. Por él siente admiración tanto la Iglesia de Oriente como la de Occidente y es reconocido por su síntesis armoniosa de capacidades intelectuales y prácticas. En otras palabras por su equilibrio, por su armonía.

Para Basilio, que antes de ser obispo fue monje, todas las prácticas que comúnmente se consideran «monásticas», con la sola excepción del celibato, debían ser tenidas como patrimonio común de todos los cristianos. Y si, a la vista de tales exigencias, se quejan los cristianos y protestan aduciendo que se les quiere imponer cargas insoportables, responde simplemente que no se han tomado el Evangelio en serio. Persistió hasta el final en su negativa, de dar a los monjes otro nombre si no el de «cristianos».

San Juan Crisóstomo, contemporáneo de Basilio, va un poco más lejos y afirma por su parte que los vocablos monje y laico no se encuentran en la Biblia: «esta distinción se ha introducido por invención de los hombres. Las Escrituras nada saben de semejantes distingos, sino que quieren que todos vivan vida de monje, aun cuanto tengan mujeres».

Muchos hombres que tenían mujer y mujeres que tenían hombre se lo tomaban en serio. San Paulino de Ñola era miembro de una familia senatorial e inmensamente rica. Nació en Burdeos, donde recibió la educación correspondiente a un joven de su alcurnia. Siguió luego el cursus honorum: en 378 fue cónsul, y en 379 gobernador de Campania. En 385 se casó con la noble española Tarasia; pero al cabo de unos años de matrimonio, hacia el año 393, ambos esposos decidieron de común acuerdo vivir juntos una vida monjes.

La pareja organizó en Ñola una fraternitas monacha, es decir, según todas las apariencias, un monasterio un poco especial. El mismo dirigía a los monjes; Tarasia, a las monjas. En aquella doble comunidad no faltaban ni la soledad ni un cierto apartamiento del mundo; pero en determinadas épocas del año afluían los peregrinos y viajeros, y se establecían numerosos contactos con el mundo exterior.

Claro que por esas mismas fechas las críticas no se hacían esperar, algunas tan elocuentes que francamente da gusto leer. Rutilio Namaciano iba bordeando en una nave la costa italiana cuando, escribe: «he aquí que aparece Capria, isla repelente, llena de estos hombres que huyen de la luz. Ellos mismos se dan el nombre griego de monjes, pues quieren vivir solos, sin testigos. Temen los favores de la fortuna, al mismo tiempo que sus reveses. ¿Es posible hacerse voluntariamente infeliz por miedo de llegar a serlo? ¿Qué clase de rabia es la de esos cerebros al revés? ¡A fuerza de temer la desgracia no pueden tolerar la felicidad! Tal vez, verdaderos forzados, se inflijan ellos mismos el castigo que merecen por sus crímenes; tal vez su negro corazón esté hinchado de negra hiel».

Fernando Torres Pedroza en su libro «Monjes somos todos», acudiendo a dos «Padres» contemporáneos, Raimon Panikkar y Charles de Foucauld, se mete en el debate proponiendo que Olvidemos los monasterios y la imagen que tenemos de ellos y de la gente que los habita, y pensemos en que el Ser monje es una manera de desarrollar ciertas posibilidades humanas y espirituales que todos tenemos, independientemente de la forma concreta como cada uno escoja desarrollarlas. Pensemos que se puede Ser monje sin necesidad de vivir como nos imaginamos que viven los monjes tradicionales en sus monasterios.

Raimon Panikkar, en su libro Elogio de la Sencillez, se presenta así: «Desde mi primera juventud me he sentido siempre monje, pero monje sin monasterio, es decir, sin muros, salvo los del planeta entero. E incluso éstos –así me lo parecía– tenían que ser trascendidos –probablemente por inmanencia– sin llevar un hábito o, si acaso, con los vestidos comunes a todos los miembros de la familia humana. Y también esos vestidos debían ser descartados, porque todos los vestidos culturales no son más que revelaciones parciales de aquello que ocultan: la desnudez pura de la trascendencia total, visible solamente a la mirada simple de los limpios de corazón».

Pues bien, alguien que desde su primera juventud se ha sentido monje sin monasterio, define así el Ser monje:

«Por monje, entiendo aquella persona que aspira alcanzar el fin último de la vida con todo su ser, renunciando a todo lo que no es necesario para ello, es decir, concentrándose en este único y singular objetivo. Precisamente esta singularidad, o más bien la exclusividad del fin que rehúsa todos los demás fines subordinados, aunque legítimos, distingue al camino monástico de todos los demás caminos espirituales hacia la perfección o salvación. El monje desea ser liberado, y está tan concentrado en eso que renuncia a los frutos de su acción, distinguiendo lo real de lo que no lo es, y por eso está dispuesto a seguir la praxis necesaria. Si en cierto sentido se supone que todo el mundo aspira al fin último de la vida, el monje es el más radical y exclusivo en su cometido. Todo lo que no sea medio hacia ello es ignorado; todo lo que no sea el camino es marginado».

«Pienso que el monje es la expresión de un arquetipo, arquetipo que constituye una dimensión constitutiva de la vida humana. Este arquetipo es en cada persona una cualidad única que a la vez necesita y rechaza la institucionalización. Esta concepción ha sido siempre una creencia básica de toda tradición. Los grandes monjes se han sentido siempre preocupados cuando el monje ha sido una fi gura reconocida por el mundo y ha recibido la bendición de la sociedad. El monje es una figura altamente personal. Por eso la tradición ha considerado al eremita –el idiorrítmico– como el monje perfecto.

«Mi hipótesis es que lo monacal, es decir, el arquetipo del cual el monje es una expresión, corresponde a una dimensión de lo humano, de modo que todo ser humano tiene potencialmente la posibilidad de realizar esa dimensión. Lo monacal es una dimensión que tiene que ser integrada a otras dimensiones de la vida humana para conseguir lo humano. No sólo de pan vive el hombre. Arquetipo, para mí, representa literalmente un «tipo fundamental», es decir, un constituyente básico o relativamente permanente de la vida humana. Puede también significar algo que está escondido en la naturaleza humana, porque es causa y efecto de nuestro comportamiento básico y nuestras convicciones».

Con relación a los hombres que tienen mujer y a las mujeres que tienen hombre, dice Panikkar: «Un problema que no quisiera ver excluido a priori es el de los monjes casados. La cuestión de los monjes casados debe ser considerada no solamente desde el punto de vista del monje, sino también con respecto al cambio que implica en la misma concepción del matrimonio. Los monjes casados cambiarán nuestra percepción del matrimonio, en la misma medida, por lo menos, en que ellos cambien nuestras nociones de monasticismo».

Y la mejor presentación de Charles de Foucauld a un extraño, la hizo su amigo y director espiritual, el Padre Huvelín: «Nada de raro ni de extraordinario encontrará usted en el padre De Foucauld, sino una fuerza irresistible que empuja, un instrumento duro para una ruda tarea (...) firmeza, deseo de ir hasta el final en el amor y en la entrega, de sacar todas las consecuencias, nunca desánimo, nunca (...) todas las objeciones que se le ocurren, ¡cuántas veces se me han ocurrido¡ Sólo me he rendido ante la experiencia, y tras largas pruebas (...) ¡Déjele ir y vea!»

Más allá de cualquier discurso o concepción religiosa, un monje no es más que un ser humano que aspira alcanzar el fin último de la vida con todo su ser. ¿Qué ser humano, independientemente de todos sus condicionamientos sociales, religiosos o culturales no desea alcanzar el fin último de la vida con todo su ser? Incluso los actos humanos más destructivos manifiestan también de alguna manera esa aspiración. No reconocer y aceptar nuestra irrevocable identidad y vocación monástica es lo que nos hunde personal y socialmente en el desorden, en el sufrimiento, en la desarmonía. Sin ser raros ni extraordinarios, una fuerza irresistible nos empuja, somos instrumentos duros para una ruda tarea, pero utilizar los medios necesarios es un problema de opción.

De eso se trata este libro: «Monjes somos todos».



Http://www.elaleph.com/libro/Monjes-somos-todos-de-Fernando-Torres-Pedroza/212754/

9.21.2009

«Cada ser humano tiene una dimensión monástica y cada uno debe realizarla de forma distinta»



Abba José dijo a Lot: «Tú no puedes convertirte en monje si no te conviertes totalmente en un fuego que se consume»


Cuando se utiliza la palabra «monje» inmediatamente pensamos en esos hombres o mujeres que viven «encerrados» en un edificio que llamamos «monasterio» y que se dedican casi exclusivamente a rezar. Desde esa visión popular y tradicional los monjes son dentro de la iglesia hombres y mujeres que viven una «vida muy religiosa» pero que no se dedican a actividades como la educación, la pastoral, el cuidado de los enfermos, la organización de comunidades, etc. Sólo se dedican a rezar y a cierto tipo de trabajos manuales sencillos como la elaboración de artesanías, o galletitas, o al trabajo en el campo. También se tiende a pensar que los monjes son hombres y mujeres que han sufrido algún tipo de «fracaso amoroso» y por eso se han encerrado en un monasterio, o que tienen un temperamento «tímido» que les impide dedicarse a otro tipo de actividades, o que son personas demasiado «buenitas» incapaces de mezclase con el mal y la «mierda» del mundo.


Si nos limitamos a esa visión popular nosotros seríamos, dentro de la Fraternidad Monástica del Sagrado Corazón, un grupo de laicos con familias e hijos que estaríamos buscando imitar la forma de vida de esos «monjes», encerrándonos de alguna manera, dedicándole el mayor tiempo posible a la oración y renunciando a nuestras responsabilidades pastorales, sociales y políticas dentro de la iglesia y la sociedad. Estaríamos buscando una vía de escape, un rinconcito sin muchos problemas donde hacernos un poco «santitos» sin contaminarnos demasiado con el desorden, el mal y la «mierda» del mundo.


Si no superamos esa visión tradicional y popular, y no entendemos nuestro SER monástico de otra manera, nuestro intento de SER una Fraternidad Monástica no tendría ningún sentido. Tendríamos que quitar la palabra «monástica» de nuestro nombre. Si somos una Fraternidad Monástica no es porque nos parezca bonito, o más «santo», imitar la vida de los monjes, sino porque dentro del marco mayor de la espiritualidad de Carlos de Foucauld Ser Monjes hace parte del llamado que se nos hace, parte de nuestra Vocación, de nuestra identidad espiritual.


Vamos a empezar con un ejemplo. Si se nos dice que alguien es un «gran deportista» podemos hacernos una idea de él sin necesidad de saber qué deporte específico practica. Sabremos que es alguien que se ocupa de desarrollar sus posibilidades físicas, que cultiva el desarrollo de su cuerpo con disciplina y esfuerzo. La manera concreta como lo haga es secundaria. Puede ser futbolista, o nadador, o corredor de pista, puede practicar un deporte que le exija jugar en equipo o uno que le permita hacerlo en solitario. Hay muchas formas completamente distintas de llegar a ser un gran deportista.


Hagamos lo mismo con nuestra investigación de lo «monástico». Olvidemos los monasterios y la imagen que tenemos de ellos y de la gente que los habita y pensemos en que el SER monje es una manera de desarrollar ciertas posibilidades humanas y espirituales que todos tenemos, independientemente de la forma concreta como cada uno escoja desarrollarlas. Pensemos en que se puede SER monjes sin necesidad de vivir como viven los monjes que tradicionalmente conocemos.


Desde luego, para ser un gran deportista hay que buscar un camino que nos permita desarrollar nuestro propio cuerpo. El hecho de que haya muchos caminos posibles no quiere decir que se pueda llegar a ser un gran deportista sin escoger por lo menos uno de ellos. Lo mismo pasa con el SER monjes. El hecho de que pensemos que podemos SER monjes sin vivir como viven los monjes que conocemos en sus monasterios no quiere decir que si reconocemos que ése es nuestro llamado no tengamos que hallar nuestra propia manera de SER monjes.


En este camino vamos a utilizar el trabajo de un autor llamado Raimon Panikkar que nació en Barcelona en 1918, hijo de madre catalana y de padre hindú. Es un sacerdote católico que ha trabajado mucho la espiritualidad pero vista no sólo desde el punto de vista cristiano católico sino en diálogo con las tradiciones espirituales orientales: hindú, budista, islámica, etc. Ha hecho muchos aportes al tema de lo «monástico» pero nunca ha vivido como monje en ningún monasterio. Su definición del SER monje es esta:


“Por monje, entiendo aquella persona que aspira alcanzar el fin último de la vida con todo su ser, renunciando a todo lo que no es necesario para ello, es decir, concentrándose en este único y singular objetivo. Precisamente esta singularidad, o más bien la exclusividad del fin que rehúsa todos los demás fines subordinados, aunque legítimos, distingue al camino monástico de todos los demás caminos espirituales hacia la perfección o salvación. El monje desea ser liberado, y está tan concentrado en eso que renuncia a los frutos de su acción, distinguiendo lo real de lo que no lo es, y por eso está dispuesto a seguir la praxis necesaria. Si en cierto sentido se supone que todo el mundo aspira al fin último de la vida, el monje es el más radical y exclusivo en su cometido. Todo lo que no sea medio hacia ello es ignorado; todo lo que no sea el camino es marginado.”


“Pienso que el monje es la expresión de un arquetipo, arquetipo que constituye una dimensión constitutiva de la vida humana. Este arquetipo es en cada persona una cualidad única que a la vez necesita y rechaza la institucionalización. Esta concepción ha sido siempre una creencia básica de toda tradición. Los grandes monjes se han sentido siempre preocupados cuando el monje ha sido una figura reconocida por el mundo y ha recibido la bendición de la sociedad. El monje es una figura altamente personal. Por eso la tradición ha considerado al eremita -el idiorrítmico- como el monje perfecto.”


“Mi hipótesis es que lo monacal, es decir, el arquetipo del cual el monje es una expresión, corresponde a una dimensión de lo humano, de modo que todo ser humano tiene potencialmente la posibilidad de realizar esa dimensión. Lo monacal es una dimensión que tiene que ser integrada a otras dimensiones de la vida humana para conseguir lo humano. No sólo de pan vive el hombre. Arquetipo, para mí, representa literalmente un «tipo fundamental», es decir, un constituyente básico o relativamente permanente de la vida humana. Puede también significar algo que está escondido en la naturaleza humana, porque es causa y efecto de nuestro comportamiento básico y nuestras convicciones.”


Primera explicación: cuando hablamos de arquetipo nos referimos a un modelo, a una imagen ideal. Esto no es del todo exacto pero nos ayuda a comprender. Podemos decir por ejemplo: «el Che es el arquetipo del Revolucionario»; o «Albert Einstein es el arquetipo del científico»; o «la Madre teresa es el arquetipo del servicio a los más pobres». Todos, hombres y mujeres, tenemos la posibilidad de llegar a ser revolucionarios, o científicos, o servidores de los más pobres, y esas figuras que llamamos arquetipos nos los recuerdan, pero cada uno desarrolla esas posibilidades a su manera y hasta cierto punto, o desarrolla otras que nos recuerdan otros arquetipos. Incluso alguien que haya optado por ser completamente anti-revolucionario o anti-científico, o que no le interese para nada servir a los más pobres, no por ello pierde esa semilla interior que le seguirá diciendo a lo largo de toda su vida: «puedes ser revolucionario, o científico, o servir a los más pobres».


Otro ejemplo nos permitirá comprender mejor esta noción de paradigma. El espinoso (Gasterosteus aculeatus) es un pequeño pescado de los estanques y ríos. El estudio de varios de ellos puso de manifiesto que el espinoso organiza su actividad biológica (reproducción, alimentación) de manera circular alrededor de un punto central (una piedra, una raíz). Este punto central no presenta ninguna utilidad biológica para el pez, en otras palabras: no le «sirve» para nada, ni como refugio, ni como lugar para poner sus huevos, ni como fuente de alimento. Pero lo más sorprendente es que si se retira esta pequeña piedra o raíz el espinoso parece completamente desorientado, deja de reproducirse y termina por morir. De cierta manera, la piedra constituye el paradigma del espinoso, su manera de ver el mundo y la palanca de su actividad diaria. Es un «centro» que no le representa ninguna utilidad práctica, no le da nada que le sirva para solucionar los problemas de su supervivencia, pero si pierde ese «centro» pierde la motivación para seguir viviendo.


Un arquetipo es una invitación que desde dentro de nosotros mismos se nos hace para que desarrollemos determinadas dimensiones humanas. Una invitación más profunda que nuestra propia conciencia y nuestras propias opciones racionales. Una invitación que no podemos controlar ni anular. En ese sentido, cuando hablamos del monje como arquetipo nos referimos a la posibilidad y la aspiración que tiene todo ser humano de alcanzar el fin último de la vida con todo su ser, renunciando a todo lo que no es necesario para ello, es decir, concentrándose en este único y singular objetivo. Una invitación que sigue siendo válida aunque en nuestra vida cotidiana nos dediquemos a cosas completamente distintas a las que se dedican los monjes tradicionales.


Un ejemplo práctico: dos madres de familia. Vistas desde afuera a la hora de recoger sus hijos de la escuela, pueden parecer iguales. Cumplen con su rol de esposas y madres, trabajan y se sacrifican para darle el mayor bienestar posible a su familia. Pero puede ser que una de ellas se conforme con eso, con cumplir ese rol, y no sienta la necesidad de buscar nada que esté más allá. Se imagina que la plenitud será cuando sus hijos sean profesionales, puedan defenderse solos en la vida y le den muchos nietos. Se instala en su rol de esposa y madre y ahí se queda. Con eso le basta.


Pero la otra, aunque exteriormente haga casi lo mismo, puede pensar que el fin último de su vida no se agota en su rol de esposa y madre. Busca algo que está más allá y que toca su intimidad humana más profundamente de lo que pueden hacerlo sus hijos y su esposo. Descubre que para llegar a ser el arquetipo de mujer a que se siente llamada, es decir, para realizarse plenamente como ser humano, no puede limitarse a sus roles de esposa y madre y tiene que vivir otros roles que no son necesariamente los de esposa y madre. En cierto sentido se pude decir que «renuncia» a que sus roles de esposa y madre determinen toda su vida y se concentra en un objetivo que considera mayor. No se siente llamada a abandonar su familia pero si a integrar en su vida de pareja y de madre otros espacios que le permitan desarrollarse plenamente de acuerdo al arquetipo que desde su interior se le revela. Esta mujer, hay que decirlo, aunque jamás en su vida pise un monasterio, tiene una vocación monástica. Aunque toda su vida se dedique principalmente a ser esposa, madre, abuela, vivirá de alguna forma en cada uno de los actos que realiza una «renuncia interior» a todo lo que no le sea necesario para concentrarse en el único y singular objetivo de su vida, es decir, para llegar a SER la persona humana y divina que Dios espera de ella a través del cumplimiento de su vocación.


En últimas, la vocación profunda de cada ser humano: llegar a ser plenamente hijo o hija de Dios, no se agota en ningún rol o arquetipo específico: padre, madre, esposo, esposa, hijo, hija, hermanita, profesional, sacerdote, obispo, cocinero, artista, revolucionario, científico, deportista... De alguna manera, cada hombre y cada mujer aspira a serlo todo y el hecho de que su vida concreta le impida desarrollar materialmente todas esas semillas no quiere decir que esa aspiración se pierda o sea sólo una ilusión. Es la aspiración a una plenitud mayor que cualquier plenitud humana.


Segunda explicación: la palabra «idiorrítmico», tiene mucho que ver con la tradición monástica de la iglesia ortodoxa oriental. En esa tradición los monasterios pueden ser cenobitas o idiorrítmicos. En los primeros todos los monjes cumplen unas reglas muy estrictas, sometidos a la autoridad de un abad. Las propiedades son comunes y están repartidas por igual y todos los monjes comen juntos en el refectorio cada día. En los monasterios idiorrítmicos no hay comunidad de propiedades y cada monje se viste y se alimenta con sus propios recursos. Para nosotros el monje idiorrítmico se asemeja mucho al ermitaño, que puede vivir cerca de un monasterio y compartir algunas veces con los monjes que viven en él pero que organiza su vida en su ermita, determinando «a su manera» un ritmo propio de oración, de estudio, de trabajo, de comidas, de descanso.


Es obvio que nosotros como familias dentro de nuestra Fraternidad Monástica seríamos más bien una comunidad idiorrítmica porque aunque podamos llegar a compartir ciertos espacios o propiedades comunes, tenemos que vestir y alimentar a nuestras familias con nuestros propios recursos, determinando, cada familia, su ritmo propio de vida en sus diferentes aspectos.


Otro elemento importante:


“Me hago eco de la tradición que ve al monje como un ser solitario (no un aislado), viviendo quizá en una familia (espiritual), pero no como miembro de un mundo encerrado en sí mismo. La vocación monástica es esencialmente personal.”


Esa esposa y madre con vocación monástica, a pesar de que nunca en su vida viva sola, es en cierto sentido una «solitaria». Su familia humana es también su familia espiritual pero eso no quiere decir que viva en un mundo encerrado en sí mismo. Por eso su vocación monástica es esencialmente personal.


Pero, cómo llegó ella a ser monje:


“El monje al fin y al cabo se convierte en monje no por un proceso de reflexión o por un mero deseo, sino que llega a monje como resultado de un impulso, fruto de una experiencia que eventualmente le conduce a hacer un cambio y, en último análisis, a romper algo en su vida (vivir una conversión) por amor de aquella «cosa» que supera o trasciende todo lo demás. Uno no se hace monje para hacer algo o ni siquiera para alcanzar algo, sino para SER (todo, uno mismo, el ser supremo…). El monje no se convierte en monje sólo por un deseo. Le será dicho una y otra vez que debe eliminar todos los deseos. Hablo de una aspiración, de una urgencia interior. Nadie se hace monje porque él lo quiera. El monje es conducido, por decirlo así, por una experiencia que sólo puede articularse en la práctica de la propia vida. Es un experimentar la presencia del fin último de la vida, por un lado, y su ausencia (por no haberlo conseguido), por otro. La espiritualidad monástica ha profundizado en este tópico de la iniciación a la vida monástica más que en cualquier otro tema. En cierto sentido, el monje es a la vez el aspirante a la perfección y el perfecto. Existe una tensión entre la experiencia de la plenitud del objetivo, por un lado, y la de estar todavía en camino, por otro.”


Ahora sigamos desmenuzando la definición de la identidad del monje:


esta singularidad, o más bien la exclusividad del fin que rehúsa todos los demás fines subordinados, aunque legítimos, distingue al camino monástico de todos los demás caminos espirituales hacia la perfección o salvación.


Cuidar enfermos, dictar catequesis, educar, organizar grupos, son todas actividades legítimas que desde luego tienen que ver con nuestra identidad cristiana. Son actividades a través de las cuales muchos hombres y mujeres desarrollan su vocación, ya sea como laicos o religiosos. Sin embargo, quien tiene una vocación monástica aunque realicé en su vida cotidiana esas actividades tiene por dentro una especie de instinto espiritual profundo que le dice que todos esos son fines subordinados. Su singularidad humana lo orienta con exclusividad hacia un fin específico y mayor que muchas veces no se puede definir con palabras: la perfección o la salvación. Ese fin mayor hace que viva en un permanente deseo de ser liberado de todos los demás fines subordinados, y está tan concentrado en eso que renuncia a los frutos de su acción.


Si a un monje que cuida enfermos se le pregunta cuáles son los frutos de su acción, no nos dirá que son la salud de los enfermos, porque para él hay algo que es mucho más real que eso. Ella o él no está llamado a hacer o alcanzar algo, aunque ese algo sea tan importante y valioso como la salud de un enfermo, sino a SER un cierto tipo de ser humano que tiene conciencia de que es a la vez el aspirante a la perfección y el perfecto. Renunciar a los frutos de su acción no quiere decir que sea irresponsable o mediocre en el cumplimiento de las tareas que realiza, quiere decir que su radicalidad interior lo lleva a fijarse siempre, más allá de todos sus posibles logros humanos, grandes o pequeños, en el fin último de su vida. Utiliza todas las posibilidades de su humanidad como medio, como camino, para cumplir ese fin último de su vida y asume una praxis, un comportamiento, que le permita darle un orden a su vida en el que las distracciones o las tareas secundarias son cada vez más marginadas.


Este instinto espiritual monástico, el arquetipo monástico, es algo que está presente en todo ser humano, incluso en aquellos que se morirían de la risa si se lo dijéramos. Incluso en aquellos que no se consideran para nada religiosos. Todo ser humano tiene potencialmente la posibilidad de realizar esa dimensión. Lo monacal es una dimensión que tiene que ser integrada a otras dimensiones de la vida humana para conseguir lo humano (lo humano integral y pleno, lo humano desde el punto de vista de nuestra identidad de hijos e hijas de Dios). El grado en el cual cada ser humano realiza su propia e inevitable vocación monástica es algo altamente personal que ninguna forma de comunidad puede garantizar. Es una cualidad única que a la vez necesita y rechaza la institucionalización. Por eso los grandes monjes se han sentido siempre preocupados cuando el monje ha sido una figura reconocida por el mundo y ha recibido la bendición de la sociedad. El monje no se puede justificar a sí mismo por su hacer, por sus logros humanos, sean los que sean, sólo se puede justificar por su SER.


Metámonos ahora en el problema de la institucionalización:


Este arquetipo monástico bajo diferentes nombres lo encontramos en la mayoría de las tradiciones humanas. Por eso es bastante comprensible que precisamente quienes han cultivado esta dimensión con más diligencia hayan intentado institucionalizarla. Y ésta es la paradoja: una vez lo monacal es institucionalizado, empieza a ser una especialización y corre el riesgo de ser exclusivo.


No todo el mundo puede o debe entrar en un monasterio, pero todo el mundo tiene una dimensión monástica que debería ser cultivada. Lo monacal es un constituyente, una parte, una dimensión del ser humano, un arquetipo; pero el monasterio es un totum, una organización global de la vida humana. El monje metido en un marco institucionalizado sufre a menudo por el hecho de que sus impulsos vitales hacia la plenitud humana son recortados simplemente por el hecho de ser absorbidos en la institución totalizante, y muchas veces sacrificados a beneficio de la institución. La experiencia muestra que demasiado a menudo el monje se encuentra buscando fuera del monasterio la perfección humana a la que aspira.


Las instituciones son necesarias, y cuanto más humana es una necesidad más necesaria es la institución. El matrimonio podría ser un ejemplo y el monasticismo otro. Pero en el momento en que la institución monopoliza los valores que representa, aparece el peligro de la «institucionalización». La institución es la ritualización de los medios; pero cuando los medios se vuelven fines, la institución se vuelve totalitaria.


Admito que una de las crisis del monaquismo actual es precisamente que algo que pertenece a la naturaleza humana como una de sus dimensiones constituyentes pierde buena parte de su fuerza y de su universalidad una vez que pasa a ser una forma particular de vida organizada. Lo monacal -que cuando es bien entendido se entrelaza con otras dimensiones del ser humano y podría ser un elemento esencial para alcanzar la plenitud humana- se convierte entonces en un ideal totalitario y pierde su propia fuerza. Pero, a la inversa, no hay organismo sin organización.


No estoy en contra de las instituciones. La sociedad no puede existir sin instituciones. Pero yo hago una distinción entre institución e institucionalismo. Este último aparece cuando la institucionalización absorbe la vida de una institución. Pienso que una institución debería ser no solamente una organización, sino también un organismo. Y esta tensión entre organismo y organización es delicada. La organización funciona cuando hay dinero; el organismo funciona cuando hay vida. Y esto es más que una metáfora. Ninguna suma de dinero (léase armas) protegerá las instituciones del primer mundo si su organismo está enfermo. La organización necesita un marco; el organismo requiere un cuerpo. La organización necesita un jefe, un líder, un impulso del exterior para que funcione. El organismo necesita un alma, salud, es decir, la interacción armónica de todas las partes del todo. Una organización equivale a la suma de partes, y cada parte es reemplazable por una réplica idéntica. Un organismo es más que la suma de sus componentes, y ninguno puede ser reemplazado por un duplicado exacto, porque cada uno es único. Cuando está enfermo debe regenerarse a sí mismo desde dentro. Un organismo muere cuando el alma se va, cuando el corazón cesa de latir o el cerebro cesa de vibrar. Una organización tiene más resistencia porque su estructura es más fuerte y puede funcionar por inercia, con tal de que le sea inyectada alguna forma elemental de energía; tiene un poder de inercia más elevado.


No quiero decir que no haya que favorecer las comunidades monásticas. Mi opinión es que si lo monacal es un constituyente de la dimensión humana, entonces esta dimensión no puede nunca hallar su total expresión en una institución que está destinada a ser privilegio de unos pocos. Si la dimensión monástica existe en todos, por lo menos potencialmente, la institución del monasticismo debería ser igualmente abierta a todos.


Evidentemente, las personas que comparten un ideal común pueden y aun deben reunirse para descubrir los medios de realizar ese ideal. Esto es más que legítimo. Pero esto tiene más a justificar otras formas de vida religiosa que el monasticismo. Una congregación religiosa en el sentido canónico de la iglesia romana, por ejemplo, ciertamente aspira a ala santificación de sus miembros, pero su «razón de ser» es aquella afinidad específica de la institución: ocuparse de los pobres, enseñar a la gente, defender los santos lugares, acudir a las necesidades espirituales o curar y proteger a los enfermos o a los peregrinos, o extender el reinado de Cristo, etc. El monasticismo como tal no tiene ningún propósito ideal de este tipo, es decir, no aspira a realizar nada «fuera de sí mismo». El monasterio entonces no debería ser el lugar donde se establecen los monjes sino la escuela donde esta dimensión humana es cultivada y trasmitida.


Hemos de recuperar la dimensión monástica del hombre como una dimensión constitutiva del ser humano. Si podemos demostrar esto entonces lo monacal no es el monopolio de unos pocos, sino que es una riqueza humana canalizada en diferentes grados de pureza y conciencia por distintas personas. Pero esta riqueza también puede ser frustrada. Cada ser humano tiene una dimensión monástica, y cada uno debe realizarla de forma distinta. El monasticismo en sus formas históricas habría sido pues no sólo un intento de cultivar esta dimensión primordial de una forma particular, sino también un compromiso público a desarrollar, de una forma ejemplar y acorde con el entorno cultural, el núcleo más profundo de nuestra humanidad.


A partir de aquí pienso que ya va quedando claro que cuando decimos que la nuestra es una Vocación Monástica no nos estamos refiriendo al deseo de imitar de alguna manera la vida de los monjes que conocemos. El ser monje no es un privilegio de quienes viven en monasterios sino una dimensión humana y espiritual que todos los hombres y mujeres, sin importar cuál sea su condición, estamos invitadas e invitados a desarrollar. En la medida en que intentemos unificar nuestras vidas alrededor del centro, todos tenemos algo de monje. Estamos pues en camino de hallar nuestro CENTRO y discernir cómo vamos a desarrollar esa vocación monástica dentro de nuestra Fraternidad Monástica del Sagrado Corazón y dentro del marco específico de la espiritualidad del Beato Charles de Foucauld. El reto es desarrollar nuestras propias formas monásticas asumiendo un compromiso público dentro de la iglesia y la sociedad en general y de acuerdo a nuestra propia tradición y entorno cultural.


Nosotros somos ya una institución eclesial asumida públicamente por la iglesia de Potosí, pero aspiramos a ser no solamente una organización, sino también un organismo. A pesar de nuestra corta historia ya sabemos en carne propia que la tensión entre organismo y organización es delicada. Hasta ahora hemos funcionado porque hemos tenido vida y no dinero pero como familias sabemos que si o si tenemos que buscar dinero para alimentar y vestir con nuestros propios recursos a nuestras familias. Necesitamos un marco institucional pero también necesitamos un cuerpo, es decir, necesitamos defender y alimentar nuestra alma, nuestra salud, la interacción armónica de todas las partes que forman nuestro todo. Ninguno de nosotros puede ser reemplazado por un duplicado exacto, porque cada uno es único. Cuando alguno está enfermo debe regenerarse a sí mismo desde dentro con el acompañamiento de todas y todos. Cuando alguno está enfermo somos todos los que estamos enfermos. No es una metáfora, es una realidad. Así sucede en todos los cuerpos vivos.


A partir de esta visión de la identidad monástica, la tarea más urgente de los monjes hoy sería:


…buscar a Dios por los caminos de la política, la sociedad, la economía, la ciencia y la cultura, y no buscarlo perpetuando instituciones automarginadas y apolíticas, olímpicamente distanciadas de las cuestiones económicas, que rehúsan con aires de superioridad las disputas científicas, y se proclaman refinadamente supraculturales. Un Dios así sería una abstracción, no un Dios viviente ni ciertamente (en el ejemplo de la tradición judeo-cristiana-islámica) el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob.


Y los pasos a seguir:


“Primero: necesidad de formación. El primer paso hacia la formación es una in-formación autentica. Las tradiciones monásticas, en general, no tienen suficiente conocimiento del estado del mundo, el cual empeora y se debilita de día en día. Con esto no quiero decir que deban ser informados, a través de los medios modernos de comunicación o periódicos, de la última noticia de lo que está ocurriendo en algún lugar, etc., que sólo serviría para distorsionar la visión y la perspectiva genuina de la aventura global de la realidad en su camino hacia el centro, hacia su destino como quiera que lo interpretemos. Pero hay una gran falta de información. Esta arrogante despreocupación o desinterés o indiferencia ante las cuestiones del mundo, actualmente sólo puede aparecer como la menos monástica de las virtudes, ya que fomenta la crueldad de la indiferencia, la insensibilidad y la ignorancia culpable. Muchos anacoretas de tiempos antiguos se hicieron cenobitas con el fin de ser medios de edificación para sus hermanos.


Quizá los nuevos monasterios deberían ser centros donde se estudie y se cultive la verdadera “construcción” del mundo.


Segundo: un estudio contemplativo o una aproximación profunda a estos problemas, de modo que no se consideren como simples cuestiones técnicas o como simples datos informativos, científicos o logísticos. Los dilemas globales de hoy no están sujetos a soluciones inmediatas o técnicas, así que todo lo que hemos estado diciendo aquí acerca de la contemplación debería tener un apoyo directo en el modo como abordamos los problemas humanos urgentes de la vida de cada día: sociedad, política, ciencia, cultura, etc.


Debería surgir una metodología sui generis que integre la actividad de la contemplación y la vida de acción contemplativa. No quisiera que se interpretasen mal mis palabras como si tal estudio se tuviese que reducir sólo a cuestiones sociológicas. Un conocimiento en profundidad de la propia tradición, por ejemplo, es igualmente imperativo. Además, ya no podemos conocernos a nosotros mismos correctamente sin conocer a nuestros vecinos, e incluso sus opiniones sobre nosotros. El conocimiento de otras tradiciones espirituales es también un imperativo monástico.

Tercero: una invitación a la acción. Para el monasticismo, invitar a la acción no significa activismo o un simple politiqueo.


Y una invitación final de Panikkar:


… me siento impulsado a hacer una propuesta concreta a la luz de todo lo que hemos dicho. Va en contra de mi estilo, porque la historia demuestra que las cuestiones de este calibre no pueden ser resueltas organizando comisiones, sino más bien con el esfuerzo y la experiencia de unas pocas almas valientes. Quisiera transmitir la urgencia de construir una comisión o un grupo, o un simposio sobre la formación monástica en nuestro mundo contemporáneo. Esto podría quizá crear la atmósfera propicia para que se produzca un cambio más existencial. El tiempo no puede estar ya más maduro.


Nosotros, todas y todos quienes estamos comprometidos con el caminar de la Fraternidad Monástica del Sagrado Corazón, hemos venido haciendo parte de ese simposio sobre la formación monástica en nuestro mundo contemporáneo. En el corazón de América Latina, Bolivia, y en el corazón de ese corazón, Potosí, estamos empeñadas y empeñados en crear la atmósfera propicia para que se produzca un cambio más existencial. Las búsquedas y cambios recientes en nuestro propio país, con sus luces y sus sombras, son una señal tenue pero cierta de que el tiempo no puede estar ya más maduro. El fruto real de esa madurez tenemos que SER primero nosotras y nosotros mismos, sin que por ello eludamos nuestra responsabilidad de buscar a Dios por los caminos de la política, la sociedad, la economía, la ciencia y la cultura, y no buscarlo perpetuando instituciones automarginadas y apolíticas, olímpicamente distanciadas de las cuestiones económicas. Estamos llamadas y llamados a sumar nuestro esfuerzo y experiencia al de esas pocas almas valientes que en los cuatro rincones del planeta se han propuesto asumir los retos de mayor calibre que enfrenta hoy la humanidad. Y si nos permitimos hablar así no es por orgullo sino porque nuestra identidad monástica nos permite experimentar la presencia del fin último de la vida, por un lado, y su ausencia (por no haberlo conseguido), por otro. El monje es a la vez el aspirante a la perfección y el perfecto. Nuestra mirada contemplativa nos permite por un lado experimentar la plenitud de nuestro objetivo, pero por otro también nos impone cargar con la incomodidad y el sufrimiento de estar todavía en camino. Somos conducidos por una experiencia oscura que sólo puede articularse en la práctica de nuestras propias vidas.


«Soy Monje, no Misionero, hecho para el Silencio, no para la Palabra…»


Me encanta esta expresión de Charles de Foucauld porque sin ningún rodeo nos coloca en el centro de su contradicción interior, en el núcleo de ese estallido en que consistió su aventura humana y espiritual. Evidentemente fue monje y lo fue tan bien que sus superiores ya tenían previsto para él un futuro brillante en su comunidad. Pero dejó el monasterio porque el llamado de Nazaret fue más fuerte. En el contexto eclesial de su época no había matices, el no ser monje lo convertía en misionero, pero a lo largo de su vida se resistió radicalmente a ser considerado misionero: «no soy misionero: Dios no me ha dado lo necesario para ello, es la vida de Nazaret la que yo trato de llevar aquí». Imposible negar que en su vida, a pesar de todas sus evoluciones, hay mucho de identidad monástica, pero también es imposible negar que su vivencia de la espiritualidad de Nazaret rompía permanentemente sus propios esquemas monásticos. Cuando se vio forzado a dar explicaciones matizó su propia contradicción argumentando que era «monje-misionero».


El hecho es que no alcanzó a dejarnos a sus herederos algo que se pudiera catalogar como una conclusión final y estructurada de sus búsquedas espirituales. Tampoco podemos saber si en algún momento hubiera estado en condiciones de hacerla y menos si ésa hubiera sido su intención. Cuando muere asesinado el 1 de diciembre de 1916, deja a sus espaldas una estela de fracasos en lo que tiene que ver con sus intenciones de ser Fundador. Su gran amigo y director espiritual, el padre Huvelín, se lo advirtió desde el principio y con toda claridad cuando estando todavía en la Trapa comenzó a exponerle ese deseo, le aconseja prudentemente practicar las virtudes «dentro de la obediencia a la regla», y agrega que «para lo demás se verá más tarde; y fuera de todo ello usted no está hecho en manera alguna para dirigir a otros». A pesar de la advertencia Foucauld decide no dejarlo para más tarde y se atreve a escribir una «regla». Su director espiritual, que a regañadientes y lamentándolo, había aceptado que dejara la Trapa y se instalara en Nazaret, sigue siendo claro con relación a su «regla»: «lo que me espantaría sobre todo, hijo mío querido, es verlo a usted fundar, o pensar en fundar alguna cosa… su regla es absolutamente impracticable». Tenía razón de espantarse, Foucauld «no estaba hecho en manera alguna para dirigir a otros» y todos sus intentos de estructurar la vivencia de sus intuiciones espirituales en una «regla» resultaron siendo «absolutamente impracticables».


Quienes luego de su muerte estructuraron sus intuiciones espirituales en «reglas» que si demostraron ser practicables, optaron por desdibujar casi por completo el ingrediente monástico de su espiritualidad y afirmaron una cierta manera de entender la espiritualidad de Nazaret. Clausuraron el monasterio y optaron por la «fraternidad», intuyendo que implícitamente ésa era la solución de la contradicción de Carlos de Foucauld, y buscaron leer su vida y sus escritos en esa clave para demostrar que tenían razón. La época era propicia para darle la espalda al monasterio con cierto orgullo y afirmar la novedad de la «fraternidad». El problema fue que esa época resultó demasiado corta y a menos de 100 años de su muerte cambió radicalmente. Como ya sabemos, no vivimos hoy una época de cambios sino un cambio de época porque sin duda lo que enfrenta hoy la especie humana no es de ninguna manera secundario o accesorio, es el núcleo de su propia supervivencia. O cambiamos en serio, radical y esencialmente, y cambiamos todos porque nunca como hoy todos hemos estado implicados, o nos enfrentamos al fin de nuestra historia, que no es el triunfo del libre mercado sino el triunfo de la muerte sobre el depósito de vida que hemos logrado acumular todos hasta ahora.


Seguramente si esa época en que se le dio la espalda al monasterio y se afirmó la novedad de la «fraternidad» hubiera sido más larga las cosas hoy serían diferentes. Pero en el actual contexto, el triunfo de la «fraternidad» sobre el monasterio no nos va a conducir a nada que responda realmente a los desafíos de la nueva época, por eso hoy también nosotros, apenas 100 años después de la muerte de nuestro inspirador, con herramientas de una época pasada, no sabemos bien cómo dirigir a otros y no logramos explicitar «reglas» que sean practicables. A mi modo de ver, esta doble incapacidad tiende a esterilizar la espiritualidad de Carlos de Foucauld. Si no aprendemos, en esta época, a dirigir a otros y no logramos explicitar nuestra espiritualidad en «reglas» que sean practicables de acuerdo a la realidad de los hombres y las mujeres de hoy, no lograremos que las intuiciones espirituales de Charles de Foucauld alimenten nuestro propio y actual seguimiento de Jesús de Nazaret.


A primera vista puede sonar muy fuera de lugar la afirmación de que los hombres y las mujeres de hoy para vivir una determinada espiritualidad necesitan de gente que los sepa guiar y de «reglas» que puedan practicar. En el contexto de supuesta libertad ilimitada que se predica, y que pretende abarcar todas las dimensiones humanas, y en una época en que las estructuras tradicionales (religiosas, culturales, sociales y políticas) pierden cada vez más fuerza y más adeptos, hasta el extremo de casi colapsar, puede parecer que lo que menos necesitan y desean los hombres y las mujeres hoy son precisamente «reglas» y gente que los guíe. Nada menos cierto. Por el contrario, si de algo está inundado hoy el mundo es precisamente de «reglas» que los hombres y mujeres obedecen casi con una ceguera absoluta, y de personajes que los guían y a los cuales siguen como corderos que se dejan llevar dócilmente al matadero. Nunca como hoy los hombres y las mujeres han obedecido tan fácilmente y han respetado sin cuestionar las «reglas» que se les imponen. El hecho de que los lenguajes que utilizan sus líderes para guiarlos y los medios que usan para difundir esos lenguajes generen la apariencia contraria y hayan logrado imponer un malentendido premeditado, no quiere decir que ésa no sea la realidad.


Visto a la luz, o mejor dicho, a la oscuridad de la actual coyuntura humana, Carlos de Foucauld se revela más que como un fracasado como alguien que vio mucho más lejos de lo que él mismo se hubiera atrevido a imaginar. Su insistencia en esa «regla» que trató de gestar a lo largo de su vida, y su propia incapacidad para guiar a otros, no son la señal de un fracaso sino de una anticipación. Vio tan lejos que por eso su propia estrechez humana y las limitaciones de su condición histórica parecieron ser sólo la evidencia de ese fracaso, pero es precisamente su aventura inconclusa la que nos entrega, en esta nueva época, como un tesoro abierto, la semilla de sus intuiciones espirituales. El tiempo está maduro para esa semilla; hoy si somos los hombres y mujeres que su «regla» necesitaba y esperaba; hoy si estamos en condiciones de dejarnos guiar por él hasta el lugar que en él El Espíritu nos anticipó. Tenemos los datos suficientes, la nueva época nos los da.


Los hombres y mujeres de hoy podemos elegir ser los primeros de una Nueva Humanidad o resignarnos a ser no más que los últimos de una humanidad en extinción. Todo lo humano vive hoy ese tránsito: es al mismo tiempo desenlace y principio. Somos desconocidos para nosotros mismos y vivimos a la espera de alguien que nos revele que somos más, que podemos ir más allá, que tenemos con qué hacerlo. La tensión interior, que muchas veces llega casi al extremo de ser contradicción, entre el rigor meticuloso y exagerado de su «regla», y la capacidad de «vivir al día», dejándose guiar por los acontecimientos, es lo que hace de Foucauld un hombre más de nuestro tiempo que de su tiempo. Un hombre inacabado, sin conclusiones finales, pero que no renuncia al llamado de su plenitud, que no anula su capacidad de crear y que por eso puede asumir responsabilidades en la construcción de algo realmente nuevo. No hay libertad sin «regla». No se puede «vivir al día», dejarse conducir por los acontecimientos, sin el rigor y la radicalidad interior de una «regla». Es en la obediencia donde el ser humano puede hacer efectiva su libertad más allá de todas las esclavitudes humanas. El grado más alto de esclavitud es una vida sin «regla». La ausencia de «regla» no tiene nada que ver con la libertad, es la manifestación de la obediencia implícita a la «regla» de la muerte.


Citando a Gandhi, el escritor argentino Ernesto Sábato, se refiere así a la muy publicitada ausencia de «regla» de la globalización:


«Cuando la cantidad de culturas relativiza los valores, y la “globalización” aplasta con su poder y les impone una uniformidad arrogante, el ser humano, en su desconcierto, pierde el sentido de los valores y de sí mismo y ya no sabe en quién o en qué creer. Como dijo Gandhi:


No quiero cerrar los cuatro rincones de mi casa ni poner paredes en mis ventanas. Quiero que el espíritu de todas las culturas aliente en mi casa con toda la libertad posible. Pero me niego a que nadie me sople los peones. Me gustaría ver a esos jóvenes nuestros que sienten afición a la literatura aprender a fondo el inglés y cualquier otra lengua. Pero no me gustaría que un solo indio se olvidase o descuidase su lengua materna, que se avergonzase de ella o que la creyese impropia para la expresión de su pensamiento y de sus reflexiones más profundas. Mi religión me prohíbe hacer de mi casa una prisión».


Estamos hablando de una vocación contemplativa y la responsabilidad del contemplativo es absoluta, es responsable de todos y de todo. El contemplativo
tiene prohibido hacer de su casa una prisión. Y lo único que puede ponerlo al nivel necesario para asumir esa responsabilidad es una «regla». Una «regla» permite que a uno nadie le sople los peones, dejando que el espíritu de todas las culturas aliente en nuestra casa con toda la libertad posible, sin necesidad de cerrar los cuatro rincones de la casa, ni poner paredes en las ventanas. Desde luego, una «regla», cualquier «regla», sin importar qué tan bien pueda estar elaborada de acuerdo a su intencionalidad, es en sí misma un objeto muerto. Es como un corazón extirpado del cuerpo al cual debe alimentar; puede ser perfecto, tener todas las condiciones para ser un corazón sano, pero no sirve para nada.


Desde el punto de vista utilitario, la relación del contemplativo con su regla es parecida a la del artista con sus herramientas de trabajo. Un pintor, por ejemplo, para crear sus cuadros necesita un sustento, una tela, un pedazo de madera o de vidrio, una pared, cualquier superficie que le permita expresarse. Esa superficie le impone unos límites y le exige aplicar ciertas técnicas específicas. Necesita pigmentos para desarrollar su propuesta de formas y colores, y necesita instrumentos para esparcirlos, ya sean pinceles, sus propias manos, o cualquier cosa que le sirva para eso. De nada le vale tener una creatividad interior muy grande si no logra desarrollar su técnica tanto como esa creatividad le exija, de acuerdo a sus propias tendencias personales. El uso de los instrumentos que le permiten aplicar su técnica, por decirlo así, las reglas que necesita seguir para poder expresarse, no son una camisa de fuerza, pero son tan necesarias como su propia creatividad porque le permiten pasar del deseo al acto. Sin ellas y sin su fidelidad a ellas su ser de artista se frustra. A medida que avanza en el cumplimiento de su vocación su habilidad se desarrollará más y podrá ser más libre a la hora de explayar su creatividad, pero esa libertad estará sustentada por la evolución y no por la eliminación de las reglas que le impone su propia técnica, incluso si decide en determinado momento cambiar radicalmente su técnica de trabajo, la nueva técnica no será un comienzo desde cero sino un salto evolutivo de su técnica anterior. Exteriormente podrá no manifestarse pero interiormente seguirá haciendo parte de la base, del sustento esencial. El corazón de toda libertad, de toda creatividad, es una «regla».


Todo artista y todo contemplativo vivirá siempre la misma tensión interior que vivió Foucauld: por un lado la nostalgia por una técnica, por una «regla» perfecta que se acomode plenamente a las tendencias de su creatividad, y por otro el llamado hacia la espontaneidad absoluta, vivir al día, dejarse llevar por los acontecimientos. Pero será artista o contemplativo sólo en la medida en que logre «negarse a sí mismo» para que más allá de su perfección técnica o su fidelidad religiosa se realice en su SER ese ingrediente que podríamos llamar de «divinidad» y que es el único que le permitirá resolver su tensión interior no en el sentido de un acomodo, de una claudicación o una renuncia a la búsqueda, sino como una forma de «transfiguración», de comunión con la plenitud, con el todo. En últimas, el artista y el contemplativo, a pesar de ser los dos tipos humanos que más empeñados están en construirse a sí mismos, en expresarse a sí mismos, no se «hacen», se «dejan hacer». La fidelidad a sus reglas es la que les permite que sea su identidad divina la protagonista de su Ser y de su acción, más allá de todos sus talentos y limitaciones humanas. Buscan y necesitan expresar en sí mismos algo mayor que sí mismos. Tienden hacia el rigor y la perfección no para instalarse en ellos, para ser figuras decorativas, sino para ir más allá, para hundirse y perderse en la «regla» inalcanzable humanamente de lo absoluto: «Nuestras instalaciones se derrumban antes de estar terminadas, todo nos arrastra a las cosas eternas».


En eso estamos quienes en la búsqueda de la experiencia de Dios nos sentimos llamados, en esta nueva época, por la espiritualidad de Carlos de Foucauld: tenemos que escoger entre ser los primeros en vivir esa espiritualidad de una forma novedosa y adecuada a nuestra realidad, o resignarnos a no echar raíces en el clima contemporáneo. Esa forma novedosa tiene que ver para nosotros, Fraternidad Monástica del Sagrado Corazón, con el establecimiento de un nuevo equilibrio entre el monasterio y la «fraternidad». Sin perder la «fraternidad» tenemos que volver a dibujar nuestra identidad monástica que en el transcurso de la anterior época tendimos a ignorar. La insistencia, teórica y práctica, de Carlos de Foucauld, en su identidad monástica, que vivió dentro de las coordenadas de su época, es la misma insistencia que lo monástico hace hoy desde el interior de los hombres y las mujeres de esta época. Pienso que lo que Carlos de Foucauld afirmaba era lo mismo que dice Panikkar en un lenguaje de nuestra época, que lo monacal, es decir, el arquetipo del cual el monje es una expresión, corresponde a una dimensión de lo humano, de modo que todo ser humano tiene potencialmente la posibilidad de realizar esa dimensión. Lo monacal es una dimensión que tiene que ser integrada a otras dimensiones de la vida humana para conseguir lo humano… No todo el mundo puede o debe entrar en un monasterio, pero todo el mundo tiene una dimensión monástica que debería ser cultivada. Lo monacal es un constituyente, una parte, una dimensión del ser humano… Cada ser humano tiene una dimensión monástica y cada uno debe realizarla de forma distinta. Pero además de afirmar eso, afirmó también la otra gran intuición espiritual de esta época: Nazaret. Y lo hizo no sólo como un hombre de su época sino también como un hombre de nuestra época, porque sin renunciar nunca al rigor de su «regla» siempre se atrevió a «vivir al día», obedeciendo con entera libertad el llamado de los acontecimientos cotidianos. Imposible no recordar aquí esta descripción-presentación que de él hace su director espiritual, el P. Huvelín: «Nada de raro ni de extraordinario encontrará usted en el padre De Foucauld, sino una fuerza irresistible que empuja, un instrumento duro para una ruda tarea ... firmeza, deseo de ir hasta el final en el amor y en la entrega, de sacar todas las consecuencias, nunca desánimo, nunca ... todas las objeciones que se le ocurran, ¡cuántas veces se me han ocurrido¡ Sólo me he rendido ante la experiencia, y tras largas pruebas ... ¡Déjele ir y vea!»


Evidentemente, es eso lo que estamos hoy llamados a hacer: ¡dejarnos ir a nosotros mismos y ver de lo que somos capaces! La tarea actual es dura y para ella son necesarios instrumentos duros, firmes, capaces de ir hasta el final en el amor y en la entrega, capaces de sacar todas las consecuencias sin desanimarse nunca, nunca. Pero la fuerza irresistible que nos puede empujar no es un voluntarismo, ni siquiera una sabiduría humana, sólo nos la puede dar nuestra identidad monástica. Nos corresponde habitar una época extrema en la cual todos nuestros posibles «haceres» están enfermos