4.11.2007

Amores Dificiles


Es tal la cantidad de desinformación acumulada en torno a nuestra identidad divina que no sirve de nada pretender llegar a ella utilizando los caminos oficiales y bien pavimentados, tenemos que encontrar un atajo. Y a propósito de atajos he aquí algo que dijo el poeta ruso Joseph Brodsky durante la inauguración de la primera feria del libro de Turín, Italia, en 1988:

«La manera de desarrollar buen gusto en literatura es leer poesía. Si piensan que estoy hablando por partidismo profesional, que estoy tratando de defender los intereses de mi gremio, están equivocados: no soy sindicalista. La clave consiste en que siendo la forma suprema de la locución humana, la poesía no es sólo la más concisa, la más condensada manera de transmitir la experiencia humana; ofrece también los criterios más elevados posibles para cualquier operación lingüística, especialmente sobre papel.

Mientras más poesía lee uno, menos tolerante se vuelve a cualquier forma de verbosidad, ya sea en el discurso político o filosófico, en historia, estudios sociales o en el arte de la ficción. El buen estilo en prosa es siempre rehén de la precisión, rapidez e intensidad lacónica de la dicción poética. Hija del epitafio y del epigrama, concebida al parecer como un atajo hacia cualquier tema concebible, la poesía impone una gran disciplina a la prosa. Le enseña no sólo el valor de cada palabra sino también los patrones mentales mercuriales de la especie, alternativas a una composición lineal, la destreza de evitar lo evidente, el énfasis en el detalle, la técnica del anticlímax. Sobre todo, la poesía desarrolla en la prosa ese apetito por la metafísica que distingue a una obra de arte de las meras belles lettres. Hay que admitir, sin embargo, que en este aspecto particular la prosa ha demostrado ser una discípula más bien perezosa».

La Bolivia que es rehén de la precisión, rapidez e intensidad lacónica de su herencia espiritual indígena, es un excelente atajo hacia cualquier tema concebible. Relacionarse con ella le impone una gran disciplina a la prosa, es decir, a los argumentos contaminados de esa racionalidad occidental tan poco apetente de metafísica y por eso mucho más parecida a las meras belles lettres que a la verdadera obra de arte. Esa Bolivia enseña no sólo el valor de cada palabra sino también los patrones mentales mercuriales de la especie. Es por eso que resultan tan grotescos (y hacen tanto daño) los intentos de los propio bolivianos de interpretarla utilizando no el buen gusto de su poesía sino la verbosidad de un periodismo prosaico mal aprendido y de quinta categoría. Es claro, pero no sobra decirlo, que ser vulnerable al lenguaje poético no tiene nada que ver con refinamientos intelectuales. En poesía no se convence con argumentos eruditos sino con la visión de ese más allá siempre un poco velado al que sólo es posible llegar transitando el atajo que se nos ofrece. Y para utilizar un atajo más vale un buen machete, una cantimplora llena de agua y unas botas impermeables, que un automóvil que sólo sirve para ser usado en lugares previa y largamente domesticados. Pero hay todavía una dificultad anterior y mayor que deben enfrentar quienes se atreven a los atajos: La ley actual no es más que la acumulación de intentos interminables de impedir al hombre que cumpla sus deseos de cambiar la vida por un instante de poesía. Es cierto que los hombres que necesitan ese cambio no son muchos; pero los hay, y es contra ellos que la ley se erige, para degradarlos en lo posible (Yukio Mishima). La espiritualidad indígena sabe que SER consiste en cumplir el deseo de cambiar la vida por un instante de poesía; y ese saber no es espiritualmente democrático sino dictatorial porque impone una sola opción: todo o nada. No hay negociación que logre la tolerancia a permanecer en un punto intermedio. Cualquier punto intermedio mata la poesía. Pero ese saber no puede comunicarse sino mediante la disciplina, el rigor y la condensación del lenguaje poético que ofrece los criterios más elevados posibles para cualquier operación lingüística. Más que lenguaje, en el sentido burdo de lo que hemos llegado a entender como lenguaje, es un hundimiento vertiginoso (ritual) en ese instante de poesía que (se sabe) es el único capaz de cambiarlo todo; y de ese hundimiento surgen las alternativas a una composición lineal, la destreza de evitar lo evidente, el énfasis en el detalle, la técnica del anticlímax.

Ahora que, cuando la poesía ha sido reprimida brutalmente y obligada a negarse a sí misma para que un cuerpo humano pueda sobrevivir, cuando la conciencia de su propio valor le ha sido arrancada de su memoria, las dos vertientes de su ofrecimiento, su todo y su nada, se profundizan tanto que terminan siendo dos atajos que desembocan directamente en el cielo o en el infierno. No hay territorios intermedios, es cierto, pero el cielo y el infierno tienen mucho que ver el uno con el otro, no están tan separados como suponemos, se incluyen entre si. Allí, en medio de ese drama la poesía alcanza su nivel más alto. Desde el punto de vista del crecimiento interno que necesita una vocación poética, un lugar y unos seres humanos en los que haya sucedido eso, son ideales por el rigor que imponen; siempre y cuando, claro, se esté en condiciones de ser vulnerable a la poesía que se esconde (a una gran profundidad) tras una apariencia de máscara rígida y monótona. Si se toma el atajo de la poesía el lugar al que se llega es siempre la propia poesía; en ella la experiencia de lo otro se da de forma radical pero en un proceso de toma profunda del propio territorio. No se sale, se entra para llegar a un fondo en el que todos los fondos confluyen y se hacen uno. Por eso es la forma suprema de la locución humana, la formulación de la eterna pregunta:
¿Por qué no se permite a algunos llevar a cabo lo que es hermoso mientras lo feo y lo repugnante, que se cumple con el único fin de obtener dinero, se halla libremente tolerado e incluso encuentra estímulos? (Yukio Mishima).


Pero la propia poesía, la de todos, vengamos de donde vengamos, también ha sido de muchas maneras reprimida brutalmente y obligada a negarse a sí misma. Quizá no hasta el extremo de arrancar de su memoria la conciencia de su propio valor, pero si hasta el extremo de lograr una docilidad a La ley actual que no es más que la acumulación de intentos interminables de impedir al hombre que cumpla sus deseos de cambiar la vida por un instante de poesía. Esa ley puede mantenerse mientras logre que nuestra expresión humana se mantenga limitada a los términos de una prosa sin ese apetito por la metafísica que distingue a una obra de arte de las meras belles lettres. Por eso el cambio, y me refiero al cambio en los términos más concretos y materiales posibles, sociopolíticos, no puede nacer sino del reencuentro del ser humano, de todo el ser humano, con su propia poesía. No sirven de mucho los análisis, la concientización, los consensos: los únicos que nos pueden llevar a eso diferente que no es más que nuestra propia realidad divina son los atajos.