6.07.2006

Carlos de Foucauld

Carlos de Foucauld es una voluntad de amar que termina transformándose en amor. Es alguien que realiza el amor a través de una fidelidad, que vive a fondo, muy a fondo, pero que no se detiene, no se instala, en ninguna de las realizaciones humanas parciales del amor absoluto que lo llama y por el cual opta con una decisión inquebrantable que no vacila jamás a pesar de no apoyarse casi nunca en nada que le corrobore la eficacia humana de su opción. No mira para atrás, se mueve directamente en línea recta hacia el centro. No es un místico poeta, es un místico explorador de territorios desérticos y peligrosos en los cuales cada movimiento debe realizarse de la manera más austera posible para que las fuerzas no se consuman inútilmente en gastos secundarios que a la larga pondrían en grave riesgo el éxito final de la aventura. Esa austeridad le permite mantenerse con vida en medio de condiciones terriblemente adversas. No da un solo rodeo, entre dos puntos siempre se dispara sobre la recta más corta posible. No tiene tiempo ni espacio para vacilaciones, sus decisiones son rápidas y cortantes y es consecuente con cada una de ellas hasta el final, es decir, hasta el momento en que una nueva decisión le impone un nuevo rumbo. Sabe para donde va y sabe que su opción de ir es absoluta, por eso nada parcial, nada secundario lo distrae o lo detiene. Visto desde afuera parece ser alguien empeñado en andar sobre el vacío en contra de vientos mucho más poderosos que cualquier voluntad humana, sin embargo, visto desde adentro es alguien que una vez que ha encontrado en sí mismo la manera de comulgar con el depósito de su propia divinidad, no vacila en afirmarse en él, renunciando a todas las previsiones y cuidados que sus solos recursos humanos le impondrían. Mientras más avanza más se hunde, mientras más crece menos se ve, más solo está. La consecuencia lógica y nítida de su camino espiritual es morir para dar fruto, y morir, es decir, dar fruto, para él consiste en encarnarse como Jesús en Nazaret. Parte de ese fruto somos nosotros, sus hijas e hijos espirituales a los que jamás vio y con los que muy seguramente no hubiera podido convivir durante mucho tiempo, el resto es una fecundidad oculta y silenciosa, muy difícil de describir, que desde su hundimiento en la tierra viene animando los tejidos profundos de la Iglesia que enfrenta los retos del mundo de hoy y se prepara para enfrentar los del mundo de mañana. La forma como vivió (no como la intentó describir…) su doble vertiente espiritual monástica y nazarena, da testimonio de una integración humana y espiritual compleja y difícil; integración que es la forma que toma hoy la Buena Noticia evangélica para responder a las necesidades espirituales del tipo de ser humano en que, para bien y para mal, nos hemos llegado a convertir. Si no recuperamos y asumimos nuestra doble vertiente monástica y nazarena, y si no somos capaces de tejer con esos dos hilos un tipo de ser humano que integre armónica y creativamente esas dos vertientes de riquezas complementarias, no podremos HOY volver al Evangelio. Hablar tiene mucho que ver con callarse, anunciar tiene mucho que ver con ocultarse, acoger tiene mucho que ver con cerrar ciertas puertas, dar tiene mucho que ver con dejarse tocar, la eficacia tiene mucho que ver con la muerte, ser libre tiene mucho que ver con el oficio de levantar y derribar muros de clausura, dialogar tiene mucho que ver con negarse uno mismo, construir tiene mucho que ver con no instalarse en ninguna parte, moverse hacia el corazón del mundo tiene mucho que ver con internarse en territorios desérticos y fronterizos, hacer que las distancias recorridas nos brinden el alimento y el sabor de sus densidades más recónditas tiene mucho que ver con la opción de moverse siempre en línea recta… son contrastes, sutilezas, si se quiere ironías espirituales que forman el relieve, luces y sombras, de las hijas y los hijos de Dios hoy. Son los elementos con los cuales nos corresponde vivir hoy nuestra sabiduría evangélica, una nueva evangelización, que aunque como las sabidurías evangélicas de todo tiempo es más un don que se nos da que un logro humano, no por eso deja de ser nuestra responsabilidad, tal como lo fue de nuestro Hermano Mayor Jesús de Nazaret. Es la obediencia la que hace posible que el don de Dios nos haga libres y de frutos en nosotros, no hay otro camino. Él no obliga, no pasa por encima: se encarna. Por eso, es la voluntad de amar y la obediencia a esa voluntad la que nos permite hacer de nuestra vida, tal y como es, con sus flores y su podredumbre, una experiencia espiritual, una realización de la eficacia eucarística. Es la voluntad de amar la que nos empuja a movernos en línea recta, superando esa infinidad de apariencias de amor que hemos elaborado afirmándonos en nosotros mismos y que nos llevan a la infelicidad y la muerte. Pero la voluntad de amar no nos lleva por el camino que queremos, que nos gusta. No es fácil liberarnos del deseo de darnos gusto a nosotros mismos para abrirnos a la experiencia de nuestro verdadero gusto, que no es humano sino divino. Estamos llamados a una felicidad tan grande y tan plena que ni siquiera somos capaces de imaginar, por eso el orden humano con el cual nos es posible enfrentarnos a ese absoluto que nos desborda implica que a la cabeza siempre marche la voluntad de amar, todas las demás potencialidades humanas son importantes pero secundarias porque jamás logran tener una consistencia suficiente que nos permita afirmarnos en ellas sin terminar hundidos en nuestros propios pantanos. Lo que nos enseña Carlos de Foucauld es que el ingrediente humano de nuestra propia santidad es la voluntad de amar, el resto es don de Dios que sabe conducirnos con una sabiduría y una generosidad que no alcanzamos a comprender. La adoración es la escuela donde se aprende la voluntad de amar, donde nos preparamos para recibir el don del amor. No amamos porque queramos amar o porque sepamos amar, amamos porque acogemos un don que se nos hace y del cual no somos dueños sino simples destinatarios. Cuando somos colocados dentro de ese don no nos queda otra salida que ser, porque nuestra única manera cierta y eficaz de hacer el bien a los demás es siendo en el amor. No buscando es como se nos da, no defendiendo es como podemos gozar de nuestra plenitud y la plenitud de los otros. No hay que salir de uno mismo, hay solamente que ser y saber esperar.

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