4.25.2006

El Viento...

El viento sopla donde quiere y tú oyes su silbido;
pero no sabes de dónde viene ni a dónde va.
Así le sucede al que ha nacido del Espíritu
(
Jn 3, 8)

La gran tentación de quien ha nacido del Espíritu es renunciar a su propia incertidumbre, instalarse. No saber de dónde viene ni a dónde va lo condena a vivir sometido permanentemente a la acción de vientos cruzados e inclementes que le van tallando un rostro nuevo cada día. En su metamorfosis cotidiana atraviesa muchas veces la etapa de monstruo, pero son monstruosidades necesarias, son lo que se espera de él en ese momento. No sabe muy bien para qué, y no tiene mucho tiempo para averiguarlo, porque cuando intenta responder ya ha sido empujado y comienza a ser otro. Los seres humanos y los pueblos necesitan monstruos para despertarse. Y en el campo de las sociedades espirituales sucede lo mismo, los santos y santas son esos monstruos necesarios que despiertan al ser espiritual de su letargo. El santo debe ser en todo lugar una fuente de gracia, es decir, su sola presencia debe bastar para que las puertas y ventanas se abran y el viento que no se sabe de dónde viene ni a dónde va pueda entrar con ímpetu y desordenarlo todo... restablecerlo todo. La medida de nuestra santidad es la medida de nuestra eficacia, pero como esa medida es la medida de un don que no podemos apreciar nosotros mismos, siempre cabe esperar que el Espíritu esté haciendo en nosotros un trabajo mejor que nuestras mejores evidencias. Esperar y soltarse, ofrecerse; esperar y estar ahí sin perder la conciencia de la santidad a la cual hemos sido llamados y llamadas. El santo está condenado a creer en el vértigo que lo empuja y debe dejarse conducir con los ojos cerrados sin abrigar la ilusión de que algún día, en alguna parte, le será concedido el reposo. Su único reposo es su caída y el equilibrio posible para él debe buscarlo mientras su propio peso lo hunde más y más en el vacío. La santidad no se gana tanto en las batallas como ocupando con confianza los espacios vacíos; el santo es un hombre o una mujer ciento por ciento de acción, pero su acción se desarrolla justamente en los lugares de la realidad que no son accesibles a los ojos humanos. Halla su lugar en alguna cueva profunda del misterio humano y jamás lo abandona, lo lleva a todas partes como un signo inscrito con fuego en el centro de su frente; es esclavo de la mirada que le es posible desde allí, se repite incesantemente, tiende a llenar el universo con el secreto que le fue revelado en esa cueva donde se le dio la oportunidad de volver a nacer. Es el único que puede ser también la otra mitad de sí mismo, por eso es el único que ofreciendo tinieblas es luz, y ofreciendo luz es tinieblas.