2.07.2007

Hacer el Bien

«Se hace el bien, no en la medida de lo que se dice o se hace, sino en la medida de lo que se es, en la medida en que Jesús vive en nosotros» (Carlos de Foucauld)


El texto probablemente más antiguo que se refiere a la tradición cristiana de la «Cena del Señor» lo escribió el apóstol Pablo en el año 55:

Lo que el Señor Jesucristo me enseñó, es lo mismo que yo les he enseñado a ustedes: La noche en que el Señor Jesús fue entregado para que lo mataran en la cruz, tomó en sus manos pan, dio gracias a Dios, lo partió en pedazos y dijo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado en favor de ustedes. Cuando coman de este pan, acuérdense de mí”. Después de cenar, Jesús tomó en sus manos la copa y dijo: “Esta copa de vino es mi sangre. Con ella, Dios hace un nuevo compromiso con ustedes. Cada vez que beban de esta copa, acuérdense de mí”. Así que, cada vez que ustedes comen de ese pan o beben de esa copa, anuncian la muerte del Señor Jesús hasta el día en que él vuelva. Por eso, el que come el pan o bebe la copa del Señor indignamente peca contra el cuerpo y la sangre del Señor. Cada uno, pues, examine su conciencia y luego podrá comer el pan y beber la copa (1 Cor. 11, 23-28).

A la luz de lo que el Señor Jesucristo le enseñó a Pablo, una lectura y una comprensión eucarística de la actual realidad boliviana pasa inevitablemente por la pregunta acerca de cuál fue la eficacia de Jesús de Nazaret.

Según la tradición más comúnmente aceptada, Jesús vivió treinta años de su vida en Nazaret y dedicó sólo sus tres años finales a la llamada «vida pública». Eso quiere decir que vivió el noventa y uno por ciento de su vida en Nazaret, y apenas el nueve por ciento lo dedicó al anuncio más o menos explícito de lo que ahora los cristianos llamamos Evangelio, Buena Nueva. La manera como Jesús vivió esos treinta primeros años no le dejó entrever a sus vecinos nada extraordinario. Fue tan común y corriente, tan parecido a lo que vivían todos los hombres de su pueblo y de su misma condición social, que cuando lo ven retornar a su patria precedido por una gran fama, exclaman escandalizados: ¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no están todas entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto? (Mt 13, 54-56).

La reacción de sus vecinos deja ver claro lo seguros que estaban de que alguien como ellos, que viviera en sus mismas condiciones, que tuviera las mismas carencias y oportunidades en la vida, no podía de ninguna manera llegar a ser importante y reconocido. Ellos estaban destinados a ser para siempre unos don nadie y punto, ahí terminaba su historia. Ni se les ocurría la posibilidad de que pudiera ser de otra manera. Sabían bien que el poder que revelaba su vecino no se lo daba ningún privilegio hereditario, social, religioso o académico. No era uno de esos afortunados que por tener muñeca con algún poderoso hubiera logrado matricularse en una escuela especial. Tampoco era alguien que hubiera establecido algún tipo de relación que le permitiera escalar social o religiosamente. Era simplemente el hijo del carpintero y el hecho de que su familia viviera en una casa igual a la de todos, y tuviera que trabajar como las demás para poder sobrevivir, les daba derecho a sospechar y descalificarlo.

Aún hoy en pleno siglo XXI la mayoría de los cristianos siguen considerando este tiempo vivido por Jesús en Nazaret como una simple “preparación” de los que realmente serían importantes: sus últimos tres años de fama y poder que lo convirtieron en un personaje. Aún hoy la valoración que se hace de lo que vivió Jesús en Nazaret tiende a quedarse en un plano más bien superficial, se considera como un gesto de “buena voluntad” de Dios, una manera de congratularse con nosotros, como cuando un rico va de visita y se disfraza de pobre para que el pobre no se sienta avergonzado de su pobreza. No tenemos por qué extrañarnos: aunque a veces queramos pensar de otra manera, en la práctica hemos optado por construir un mundo y un tipo de ser humano para el cual lo que vale es lo que se hace, lo que se dice, lo que se ve, no lo que se es. El que vale es el que tiene títulos, amigos con influencia, estructuras que lo respalden, cargos de poder social o político o religioso que lo hagan aparecer como importante. Nuestra manera de percibir a Dios no puede ser ajena a las orientaciones y opciones más profundas de nuestro ser.

Sin embargo, lo que vive Jesús en Nazaret no es un teatro, es una opción por el SER. No por cualquier ser sino por el ser humano más plenamente desarrollado en todos sus sentidos posibles. Asumir que la Encarnación del Hijo de Dios fue un mero disfraz, o un gesto de condescendencia, le quita a nuestra fe todo su sentido y la convierte en un simple discurso humano que sirve para justificar “religiosamente” nuestra opción por las apariencias. El Hijo de Dios no hace teatro: nace como hombre en el lugar y en las circunstancias en las cuales es posible desarrollarse más plenamente como ser humano a imagen y semejanza de su Padre. En Nazaret Jesús no es un Dios que “parece” hombre, es Dios siendo plenamente hombre y plenamente Dios. Pero atreverse a ser es un camino demasiado riesgoso en el que nos podemos estancar a la altura de un simple hijo de carpintero, por eso optamos por parecer y usamos la fe como un argumento más para justificarnos.

Jesús, Dios encarnado, que nace en las condiciones humanas en las cuales nació, no busca parecer muy bueno, o muy débil, o muy tierno, para obtener nuestra adhesión sentimental. Nace como el primero de los Hombres Nuevos de una Nueva Creación. Está empezándolo todo otra vez, no condesciendo, ni sintiendo lástima, ni juzgando. Y lo que nos dicen sus primeros treinta años de vida es que la forma de participar como seres humanos Nuevos en esa Nueva Creación pasa por la obediencia a Nazaret.

El peso y el misterio que tiene para Jesús el tiempo vivido en Nazaret, es el mismo peso y el mismo misterio que tiene para todo ser humano su propio SER. Es fácil conocer lo que una persona hace, o dice, o piensa, pero no es fácil saber lo que una persona es. No es fácil ni siquiera para la propia persona. Más allá de los límites de nuestra intimidad más profunda, todos representamos un cierto papel social. Hacemos, pensamos, hablamos, y con todo eso creamos y sostenemos una imagen que nos permite ocupar determinado lugar. Por eso, quienes se exaltaron con lo que Jesús hacía, o decía, pero no se dejaron tocar por el misterio más profundo de lo que Él era más allá de todas sus inevitables imágenes, vivieron la cruz como el final de una ilusión.

En esa hora crucial Jesús hubiera podido afirmarse en alguna de sus apariencias: de reformador social y político, de profeta, de gran sanador, de hombre muy sabio, y parado allí hubiera movido fuerzas a su favor y tal vez impedido su muerte. Sin embargo, la fidelidad a su ser más profundo lo llevó a renunciar a esa lucha para no mentirse a sí mismo, para no quedarse a medio camino; no se vendió a ninguna de las apariencias que sus propios talentos humanos le ofrecían, no traicionó el lugar en el cual se formó como persona a imagen y semejanza de su Padre: no renunció a ser el hijo del carpintero de Nazaret. Y fue esa opción, ese fracaso en términos humanos, el que le dio a su aventura espiritual una eficacia capaz de atravesar los siglos encarnándose nuevamente en todas las situaciones humanas. Hoy sabemos que esa eficacia es una eficacia eucarística y que está al alcance de cualquier ser humano que como Él decida ser fiel a su identidad de hijo o hija de Dios.

No son nuestros afanes, nuestras construcciones y nuestros argumentos, es nuestro SER de hijos e hijas de Dios el que le anuncia a los pobres la Buena Nueva, proclama la liberación a los cautivos, devuelve la vista a los ciegos, da libertad a los oprimidos y proclama el año de gracia del Señor. Por eso es lógico que sea precisamente en Nazaret, el lugar donde Jesús aprendió a ser el hombre que era, que se explicite a sí mismo y anuncie la unción que el Espíritu del Señor ha hecho sobre Él (lc 4, 18-19). Sin embargo, la novedad que su gesto y su mirada implican es tan radical que haría falta que sus vecinos nazarenos nacieran de nuevo para que pudieran comprenderlo. Frente al rechazo, seguramente muy doloroso, de quienes con su convivencia cotidiana y su propio ser le han ayudado a formarse tal y como es, Jesús se repite el refrán: médico, cúrate a ti mismo, y comprende mejor lo que su misión le exige: ofrecer la posibilidad de volver a nacer de nuevo.

Lo que nos revela Jesús de Nazaret con la totalidad de su ser y no sólo con las “enseñanzas” que podemos entresacar, o incluso “inventar” nosotros mismos a partir de sus muchas y a veces conflictivas imágenes, es que seguirlo a Él no consiste en seguir a otro distinto de nosotros mismos. Jesús de Nazaret nos remite a nuestra propia identidad de Hijas e Hijos de Dios y hace efectivo todo el caudal de vida humana y divina que se esconde allí mediante su opción por una eficacia eucarística. Lo admirable de una experiencia espiritual es reconocer en ella la manera como un hombre o una mujer entra en comunión profunda con su SER de Hija o Hijo de Dios, la forma como Dios brilla y se revela plenamente a sí mismo encarnándose en una identidad humana. Pero no se puede hacer de esa admiración el intento de vivir una experiencia espiritual propia usando el camino de otro, ni siquiera el camino de Jesús de Nazaret.

Es decir: Jesús de Nazaret no es otro, somos nosotros mismos, cada una y cada uno de nosotros. Y seguirlo a Él no consiste en “imitarlo”, consiste en ser lo que Él nos revela que somos. En palabras de la carmelita Isabel de la Trinidad: «Seamos para con Él una humanidad suplementaria en la cual pueda renovar plenamente su misterio». Fue eso lo que hizo el Hermano Carlos de Jesús con la totalidad de su aventura espiritual, más allá de las muchas imágenes que a lo largo de su caminar él mismo pudo entender y proponer a veces como definitivas. Carlos de Foucauld no terminó siendo el ser humano que le pareció que su vocación religiosa le exigía, no terminó siendo el ser humano que su propia voluntad, o inteligencia, o devoción, quiso que fuera: terminó siendo el ser humano que Dios necesitaba que fuera para poder «renovar en él plenamente su misterio». Y para lograrlo tuvo que abandonar en el camino, tal como lo hizo Jesús de Nazaret, todas las imágenes en las que sus límites humanos pretendieron encerrarlo, hasta morir completamente solo en medio del desierto, dando con su propio fracaso humano el paso hacia el interior de la eficacia eucarística.

Al llegar a la otra orilla del lago, encontraron a Jesús y le preguntaron:
–Maestro, ¿cuándo has venido aquí?
Jesús les dijo:
–Les aseguro que ustedes no me buscan porque hayan visto las señales milagrosas, sino porque han comido hasta hartarse. No trabajen por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y les da vida eterna. Esta es la comida que les dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él.
Le preguntaron:
– ¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?
Jesús les contestó:
–La obra de Dios es que crean en aquel que él ha enviado.
– ¿Y qué señal puedes darnos –le preguntaron- para que, al verla, te creamos? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: “Dios les dio a comer pan del cielo.”
Jesús les contestó:
–Les aseguro que no fue Moisés quien les dio el pan del cielo. ¡Mi Padre es quien da el verdadero pan del cielo! Porque el pan que Dios da es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo.
Ellos le pidieron:
–Señor, danos siempre ese pan.
Y Jesús les dijo:
–Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed. Pero, como ya les dije, ustedes no creen aunque me hayan visto. Todos los que el Padre me da vienen a mí, y a los que vienen a mí no los echaré fuera. Porque no he venido del cielo para hacer mi propia voluntad, sino para hacer la voluntad de mi Padre, que me ha enviado. Y la voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite el día último. Porque la voluntad de mi Padre es que todo aquel que ve al Hijo de Dios y cree en él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el día último.
Por eso los judíos comenzaron a murmurar de Jesús, porque había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo.” Y decían:
–Este es Jesús, el hijo de José. Nosotros conocemos a su padre y a su madre: ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús les dijo:
–Dejen de murmurar. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre, que me ha enviado; y yo lo resucitaré el día último. En los libros de los profetas se dice: ‘Dios instruirá a todos.’Así que todos los que escuchan al Padre y aprenden de él vienen a mí.
“No es que alguien haya visto al Padre. El único que ha visto al Padre es el que ha venido de Dios. Les aseguro que quien cree tiene vida eterna. Yo soy el pan que da vida. Sus antepasados comieron el maná en el desierto, y sin embargo murieron; pero yo hablo del pan que baja del cielo para que quien coma de él no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi propio cuerpo. Lo daré por la vida del mundo.”
Los judíos se pusieron a discutir unos con otros:
– ¿Cómo puede este darnos a comer su propio cuerpo?
Jesús les dijo:
–Les aseguro que si no comen el cuerpo del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo le resucitaré el día último. Porque mi cuerpo es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre vive unido a mí, y yo vivo unido a él. El Padre, que me ha enviado, tiene vida, y yo vivo por él. De la misma manera, el que me coma vivirá por mí. Hablo del pan que ha bajado del cielo. Este pan no es como el maná que comieron sus antepasados, que murieron a pesar de haberlo comido. El que coma de este pan, vivirá para siempre.


Bolivia 2007

Independientemente de cualquier valoración objetiva acerca de su desempeño, gran parte de quienes rechazan al actual presidente Evo Morales lo hacen por ser quien es. Suponen, aunque no todos se atreven a decirlo en voz alta, que alguien que haya nacido en el lugar y en las condiciones en las que él nació, alguien que tenga su misma formación, su misma cultura, no merece esa dignidad o no está en condiciones de asumirla digna y eficazmente. Y afirmados en esa posición, conciente o inconcientemente racista, están dispuestos a hacer lo que sea con tal de evitar que semejante «escándalo» siga ocurriendo en la patria.

Sin embargo, es bueno no confundirse: más allá del miedo a lo que Evo Morales representa en términos de la distribución de fuerzas en la actual realidad boliviana, lo que no quieren enfrentar es el llamado a dejar lo viejo y comenzarlo todo otra vez desde el principio: el llamado a nacer de nuevo.

La Bolivia de hoy es una nación que tiene el privilegio de estar atravesando una esquina histórica en la que sería posible atreverse a nacer de nuevo. Por eso su responsabilidad espiritual de cara a toda la humanidad es tan grande. Hoy por hoy Bolivia no está en la cola sino en la vanguardia de las búsquedas más cruciales que los seres humanos deberemos realizar en el presente siglo. No sólo porque haya sabido colocarse en esa esquina en la que sería posible atreverse a nacer de nuevo, sino sobre todo porque tiene la información necesaria para vivir ese renacimiento, porque ha sabido mantener vivo a pesar de todos sus pesares un depósito de sabiduría cultural y espiritual que es la semilla de una alternativa real y sistemática al imperio de muerte que cada vez copa más espacios en el mundo.

Fuera de Bolivia son muchos los que apuestan a favor de Evo Morales, no tanto por una valoración objetiva de su desempeño como presidente, sino porque lo ven como un símbolo de ese «atreverse a nacer de nuevo» que ellos añoran desde sus propias circunstancias existenciales, sin saber cómo hacerlo, o desengañados por intentos fallidos en el pasado. Más que por Evo Morales apuestan a favor de algo todavía oscuro y confuso que en ellos mismos está pidiendo una oportunidad de SER. Si no existiera Evo Morales tendrían que inventarlo.

De puertas hacia dentro las cosas se ven y son de otra manera. Independientemente del rechazo más o menos racista a Evo Morales, el problema objetivo es qué hacer con un pueblo, con varios pueblos, que luego de siglos de silencio quieren atreverse, con todo derecho y justicia, a decir su palabra. Algunos en medio de su ceguera no entienden, o se niegan a entender, las proporciones y la profundidad de lo que se juega en la Bolivia del año 2006. Le tienen tanto temor a lo diferente, a lo alternativo, que estarían dispuestos, si pudieran hacerlo, a devolver la película y regresar al pasado. Este temor que para unos es simple ceguera, paro otros es la conciencia clara de sus propios privilegios amenazados. Son éstos últimos los que muy hábilmente han sabido distraer la atención del tema de fondo: la posibilidad de comenzarlo todo otra vez desde el principio, y pretenden generar pánico convocando fantasmas extranjeros: el comunismo, Cuba, Venezuela. Lo que no calculan es que por ahí podrían terminar despertando no sólo fantasmas sino monstruos tan terribles como el de la violencia fratricida.

La posibilidad de comenzarlo todo otra vez desde el principio no es un slogan publicitario para la constituyente, es la novedad radical que la Palabra de esos pueblos silenciados durante tantos siglos puede aportar hoy no sólo a Bolivia sino a toda la humanidad. Una novedad que cuestiona incluso el significado de la palabra palabra, y que nos invita a abrirnos a formas nuevas de comunicación, de organización, de construcción de lo social. Formas que por el significado y las consecuencias que tienen hoy se pueden llamar «nuevas», pero que son en realidad antiquísimas, milenarias.

No perder de vista la grandeza de lo que se juega en la actual realidad boliviana no quiere decir ser ingenuos o cerrar los ojos a lo pequeño, a lo inmediato, a las realidades y necesidades cotidianas de la gran mayoría pobre del país. En ese sentido no dejan de tener cierta medida de razón quienes afirman que con esos bonitos análisis de antropólogos, sociólogos y teólogos no se puede llenar el plato del almuerzo cada día. Y también tienen razón quienes llaman la atención acerca de una posible idealización del aporte que las culturas originarias pueden hacer hoy. No se puede ignorar que la historia vivida y la limitación “original,” que cargamos los seres humanos vengamos de donde vengamos, también han echado encima de las semillas que aún se mantienen vivas una cantidad inmensa de basura que no es fácil separar y echar al fuego.

¿Qué hacer como cristianos ante una situación tan compleja? ¿Cómo aportar a la construcción de un hoy más justo y fraterno para las mayorías del país, integrando las semillas de vida que la realidad nos coloca hoy sobre la mesa? ¿Cómo ser esas mujeres y esos hombres nuevos capaces de estar a la altura de un momento histórico tan rico pero también tan arduo, tan difícil? Sin ofrecer recetas imposibles o conclusiones fáciles, quizá lo que se nos pide es que seamos capaces de orientarnos en medio de esa realidad compleja con un sentido que se podría llamar: olfato eucarístico. Tenemos que aprender a ser eficaces de la manera como Jesús de Nazaret nos revela con la totalidad de lo que Él es: eficaces por la calidad de nuestro SER.

Sin negar nada de lo humano, como el hijo de Dios encarnado, tenemos que asumir que nuestras reales soluciones, como hijas e hijos de Dios, no son humanas sino divinas. Es decir, tenemos que atrevernos a SER eucaristía. Se nos olvida que como cristianos no estamos llamados a buscar o a anunciar una solución: estamos llamados a dar testimonio: a SER la solución. Tenemos que ocupar nuestro sitio en la realidad de tal manera que el que coma nuestro cuerpo y beba nuestra sangre tenga vida eterna. Sólo quienes tienen una vida eterna pueden dar la medida de la complejidad de la realidad y pueden discernir, aportar para construir Vida.

Hay algo que se podría considerar “positivo” en el pesimismo y la desesperanza de quienes no creen en las posibilidades de una mejora de la situación del país: en el fondo tienen la conciencia de que no existe ese programa salvador, venga de donde venga, que pueda llenar el plato de comida en la mesa de los pobres: no creen ya en las señales milagrosas. Lo malo de esa desesperanza es que casi siempre termina generando una rapiña egoísta: como no hay solución posible para el gran problema me ocupo de comer hasta hartarme, sin importar lo que le pase a los demás.

Vivir SIENDO eucaristía es lo único que nos permite cargar y soportar sin falsas ilusiones la imposibilidad de soluciones humanas, pero de una manera que no es resignación o abandono sino que nos transforma en canales a través de los cuales la realidad entra en contacto con la verdadera solución: Les aseguro que si no comen el cuerpo del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo le resucitaré el día último. Porque mi cuerpo es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida.

El llamado cristiano a trabajar por la verdadera comida, por ese pan que no es como el maná que comieron sus antepasados, que murieron a pesar de haberlo comido, muchas veces ha servido de argumento a quienes han querido utilizar la fe para defender sus privilegios. Siempre ha sido más cómodo ponerse del lado de quienes tienen el poder y señalar el “error” de los que desde abajo buscan cambiar esa situación construyendo algo nuevo. Sin embargo, más que entender la realidad como una balanza con dos platillos en sus extremos, el cristiano entiende que es el lugar donde está llamado a nacer de nuevo del agua y del Espíritu, el lugar donde debe atreverse a SER un ser humano nuevo de una nueva creación. Esa es su forma de entender el significado de la palabra cambio.

Y es en este contexto donde la Palabra (con mayúscula) de esos pueblos silenciados durante tanto tiempo revela su significado. Pero para escucharla hace falta tener un olfato eucarístico. Olfato porque no son nuestros oídos el órgano capaz de comprender un significado que ni siquiera está expresado en eso que nosotros entendemos como palabra (con minúscula). ¿Acaso después de tantos siglos de silencio y resistencia van a ser tan ingenuos como para desperdiciar este momento histórico volviendo a caer en las trampas de una palabra que no ha hecho más que negarlos y discriminarlos? El cristiano que hoy no tenga el olfato eucarístico suficientemente desarrollado corre el riesgo de que su buena voluntad termine siendo utilizada por quienes apertrechados en sus privilegios si comprenden que la Palabra de esos pueblos contiene la semilla de una nueva creación y saben que la única manera de mantenerlos es volviendo a silenciarla.

Hoy en Bolivia el Maestro nos sale al encuentro al otro lado del lago. Pero la palabra que nos dirige desde allí no es la nuestra, no es ésa con la cual estamos acostumbrados a mirarnos nuestro propio ombligo, es la Palabra de aquellos que buscan despertarse luego de un silencio milenario. El ser humano viejo que debe morir para darle paso a uno nuevo insiste en defenderse: ¿Y qué señal puedes darnos para que, al verla, te creamos? ¿Cómo podremos ser capaces de ver las señales de lo nuevo si no nos dejamos conducir por quienes mantienen vivas todavía semillas que la vieja palabra no ha logrado corromper? Si queremos llegar con el Maestro hasta el otro lado del lago nos toca correr el riesgo del viaje, arriesgar la vida en la tormenta. Quienes desde la comodidad de la orilla pretenden juzgar a los que se atreven lo único que harán será seguir alimentándose con la comida que se acaba… siendo cómplices de la muerte.

La afirmación de Jesús de ser el pan que da vida no es palabra, es acto: El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna. La Vida no se puede anunciar, no se puede escuchar, hay que comerla y beberla. Pero el que da la Vida, el que se deja comer y beber no hace su propia voluntad sino la voluntad de su Padre que lo ha enviado. Es así como puede cumplir con su responsabilidad de no perder a ninguno de los que se le han dado. Como seguidores de Jesús de Nazaret hoy en Bolivia estamos llamados a defender la unidad, a no dejar que ninguno se pierda. Pero cumplir esa responsabilidad no es palabra, es acto, es hacer el viaje junto con los que se han subido en la barca y enfrentan la tormenta para intentar llegar al otro lado.

SER eucaristía no es “tener” fe, es vivir de la fe. Y en la práctica, el que vive de la fe tiene el alma llena de pensamientos nuevos, de nuevos gustos, de nuevos juicios; son horizontes nuevos los que se abren ante él (…) comienza necesariamente una vida totalmente nueva, opuesta al mundo, al que sus actos le parecen una locura (…) el camino luminoso por donde anda no aparece a los ojos de los hombres, les parece que quiere caminar en el vacío como un loco (Carlos de Foucauld).

Desde luego el discernimiento que nos corresponde hacer hoy no es nada fácil. Si dejamos que sea el ser humano viejo que se esconde en nosotros mismos el que decida, ciertamente no podremos ver ni escuchar los pensamientos nuevos, los nuevos gustos, los nuevos juicios, los horizontes nuevos que hoy el Maestro nos quiere comunicar desde la otra orilla de la realidad Boliviana. Como cristianos sabemos que humanamente nadie da la medida para enfrentar semejante reto, pero también sabemos que como hijas e hijos de Dios vive también en nosotros un ser humano nuevo que tiene el olfato suficientemente desarrollado como para orientarnos en medio de la oscuridad y llevarnos al puerto. También sabemos que ese olfato no es el olfato de un SER que se queda afuera, que no se compromete, sino el olfato de alguien que desde adentro se ofrece como comida y bebida, como alimento verdadero. Ese ser humano nuevo no se obedece a sí mismo, no hace su propia voluntad, obedece la voluntad del que lo ha enviado. Por eso su paso por la cruz es inevitable.

Hoy en Bolivia volvemos a ser los seguidores del hijo de un carpintero que se llamaba José, nacido en un caserío miserable, alejado de los centros de poder de un gran imperio, con tan mala fama que todos pensaban que no podía salir nada bueno de él. Su formación fue tal que sus propios vecinos lo reconocían y lo juzgaban solamente como “el hijo del carpintero”. Ese hijo de carpintero armado con la certeza que le daba su dignidad de Hijo de Dios fue descubriendo en sí mismo capacidades que lo convirtieron en una persona con poder, tanto que las multitudes quisieron hacerlo rey. Y cuando estaba en la mejor posición, cuando con un poco de organización y estrategia hubiera podido ser la cabeza de un movimiento importante en la capital misma de su país, opta por no obedecerse a sí mismo sino a alguien que llamaba mi Padre, y termina, en un gesto completamente inexplicable, ofreciendo su propia sangre y carne como alimento capaz de dar un tipo de vida no sólo abundante sino eterna. Esa fue su eficacia que más que con palabras expresó colgado en una cruz. Actuando así le heredó a sus seguidores una fuerza mayor que la del imperio.


Tiempo de Celebración


Para los cristianos la eucaristía es más que una tradición y una repetición ritual de ese acto realizado por el mismo Jesús. Así lo expresó Juan Pablo II en su Encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA:

“La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza. Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es «fuente y cima de toda la vida cristiana». «La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo». Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor. (…) Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del Triduum sacrum, es decir, el lapso que va de la tarde del jueves hasta la mañana del domingo. En esos días se enmarca el mysterium paschale; en ellos se inscribe también el mysterium eucharisticum.”


Mientras la semilla no termine de caer en tierra y muera para dar fruto, siempre nos encontramos en ese lapso que va de la tarde del jueves hasta la mañana del domingo. Pero hay momentos históricos, como el que actualmente vive Bolivia, en los que la intensidad del sentido que se juega en ese lapso se remarca doblemente. Es aquí, en medio de las oscuridades y los sobresaltos del camino, donde nos toca responder la pregunta: ¿comprendimos el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo?... Quizá no. No estamos llamados a vivir de la eucaristía como si fuéramos parásitos de un rito, estamos llamados a vivir de la eucaristía en el sentido de SER nosotros mismos eucaristía. Pero ésa, más que una experiencia individual es una experiencia de Iglesia, una experiencia de Comunidad.

¿Cómo ser comunidad, ser Iglesia, en la Bolivia de hoy, sin dejarnos arrastrar por propuestas que ofrecen estilos de convivencia que no son acordes a la dignidad que tenemos todas y todos de SER hijas e hijos de Dios, pero también sin estorbar la acción del Espíritu que quiere echar vino nuevo en cántaros nuevos? ¿Cómo vivir este momento histórico que se nos ofrece como espacio de celebración eucarística de ese tránsito misterioso y doloroso de la muerte hacia la vida? Si los cristianos no somos eucaristía ¿qué podemos aportarle a la celebración de nuestros ritos eucarísticos?

El único poder más grande que todos los imperios es el poder de la misericordia. El borrón y cuenta nueva absoluta, el milagro de volver a nacer. Pero ese poder nos lo reveló alguien que en sí mismo es la señal de una opción Divina: Jesús de Nazaret. No podemos SER eucaristía sin acompañar esa opción, sin correr en comunidad los mismos riesgos que corrió nuestro Maestro, sin realizar hoy nuestro propio tránsito eclesial de la tarde del jueves hasta la mañana del domingo. Es época de muerte, muchas muertes se fermentan en el hoy del mundo y de la humanidad, pero por eso mismo, para nosotros los cristianos es también época de vida. De vida no en el sentido de que arrinconados por el temor a lo nuevo nos constituyamos en defensores de lo viejo. De vida en el sentido de ser dóciles a las muertes que el Espíritu necesita que nosotros experimentemos para transformarnos en mujeres y hombres capaces de acoger al ser humano nuevo que ya está llegando.

Eucarísticamente hablando la realidad que atraviesa hoy Bolivia, el corazón de América Latina, es de una densidad y una riqueza infinitas. Somos, en un rincón menospreciado del imperio esa Nazaret en la que el hijo del carpintero vuelve a nacer con el rostro de muchos pueblos relegados y despreciados. No esperemos como Iglesia que ese Jesús nos hable con viejos y caducos lenguajes, no esperemos que nos repita nuestras cansadas certezas, o que nos afirme en nuestras actuales instalaciones. No estamos llamados a ser una comunidad que se conforma con ser testiga formal y muda del misterio pascual, del misterio eucarístico. Estamos llamados a SER una comunidad que encarna ese misterio, que realiza la Vida de Dios, de Dios que es novedad absoluta, en medio de un mundo cercado por la muerte.

Hay un bello mito Quechua que se expresa con la palabra Pachakuty, que significa el retorno a los periodos originarios, el vuelco total y el transito a un estado de mayor sabiduría. Y en el capítulo 13 del Evangelio de Mateo, dice Jesús: Todo maestro de la Ley que se convierte en discípulo del reino de Dios, se parece al que va a su bodega y de allí saca cosas nuevas y cosas viejas. El complemento de estas dos afirmaciones hoy en Bolivia es evidente: para ser discípulos del Reino tenemos sacar cosas viejas de nuestra bodega, retornar a los periodos originarios, vivir un vuelco total y entrar en un estado mayor de sabiduría, pero también tenemos que saber sacar cosas nuevas, atrevernos a construir lo que parece imposible, sabiendo que nuestros actos parecen una locura (…) el camino luminoso por donde andamos no aparece a los ojos de los hombres, les parece que queremos caminar en el vacío como locos…

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