9.18.2006

Monjes

Thomas Merton termina su introducción a un pequeño libro que recoge algunos “Dichos de los Padres del Desierto”, monjes del siglo IV, con estas palabras:

“Los hombres sencillos que vivieron sus vidas hasta una edad avanzada entre las rocas y la arena, lo hicieron sólo porque habían venido al desierto para ser ellos mismos, su ser ordinario, y para olvidar un mundo que los apartaba de sí mismos. No puede haber otra razón válida para buscar la soledad o para abandonar el mundo. Y así, abandonar el mundo es, de hecho, ayudar a salvarlo al salvarse uno mismo. Este es el punto decisivo, y es un punto importante. Los eremitas coptos, que dejaban el mundo como quien huye de un naufragio, no intentaban sólo salvarse ellos mismos. Sabían que no podían hacer nada por los demás mientras permaneciesen debatiéndose en el naufragio. Pero una vez que conseguían un punto de apoyo en terreno sólido, las cosas eran diferentes. Entonces tenían no sólo el poder sino incluso la obligación de tirar del mundo entero para ponerlo a salvo tras ellos.

Esta es su paradójica lección para nuestro tiempo. Tal vez fuese demasiado decir que el mundo necesita otro movimiento como el que condujo a estos hombres a los desiertos de Egipto y Palestina. El nuestro es ciertamente un tiempo para solitarios y eremitas. Pero la mera reproducción de la simplicidad, austeridad y plegaria de aquellas almas primitivas no es una respuesta completa o satisfactoria. Debemos trascenderlos, y trascender todos aquellos que, desde su tiempo, fueron más allá de los límites que ellos fijaron. Tenemos que liberarnos, a nuestra manera, de las implicaciones de un mundo que se precipita en el desasatre. Pero nuestro mundo es diferente al suyo. Nuestro compromiso con él es más completo. Nuestro peligro es mucho más desesperado. Nuestro tiempo es, quizá, más corto de lo que pensamos.

No podemos hacer exactamente lo mismo que ellos hicieron. Pero hemos de ser tan concienzudos e implacables en nuestra determinación de romper todas las cadenas espirituales, y desechar el dominio de coacciones ajenas, para encontrar nuestro verdadero ser, para descubrir y desarrollar nuestra inalienable libertad espiritual y emplearla en construir, en la tierra, el Reino de Dios. No es éste el lugar para especular lo que nuestra elevada y misteriosa vocación pueda traer consigo. Todavía se desconoce. Sea para mí suficiente decir que necesitamos aprender de estos hombres del siglo IV cómo ignorar prejuicios, desafiar coacciones y adentrarnos sin miedo en lo desconocido”.